domingo, 29 de agosto de 2010

La cafetera y el Mago Electrónico.

Hace poco tiempo, compramos una nueva y moderna cafetera en sustitución de otra ya algo estropeada. Leído que fue el libro de instrucciones, pusimos la máquina en marcha y funcionó a la primera tal y como estaba previsto. Desde entonces, muy de mañana, todavía de noche a pesar de los amaneceres tempranos del Levante, acciono el interruptor para tomar el primer café de la casa con cinco galletas María.  Y entonces se desencadena un ritual de ruidos, crujidos, crepitaciones, vibraciones, luces intermitentes y erupción de chorros de agua caliente, en una estereotipia cuya finalidad última se me escapa. Teóricamente, todo ello debe ir encaminado a preparar la cafetera para que haga un buen café pero, en esa lucidez del amanecer similar a la de la madrugada, me malicio que no, que toda esa parafernalia son solo efectos de luz y sonido destinados a impactar a mentes crédulas.

Me viene a la memoria el recuerdo del Mago Electrónico, un juguete que me trajeron los Reyes Magos y que fue de mis favoritos. Se trataba de una caja rectangular que, al abrirla, mostraba unas hojas de papel divididas en dos círculos, uno con preguntas y otro con respuestas. El Mago Electrónico, propiamente dicho, era una figura de robot dotado de una varita señaladora. Se colocaba el Mago en el primer círculo de preguntas y se giraba hasta que la varita señalaba una de ellas. Luego se llevaba al segundo circulo y se ponía sobre un espejito y ¡oh, maravilla! el Mago giraba solo, impulsado por una fuerza misteriosa, hasta que su varita señalaba la respuesta exacta. Aunque yo entonces no sabía los fundamentos del método científico, no dejé de realizar unas sencillas pruebas que me garantizaron la objetividad y la reproducibilidad de las acciones del Mago y me convencí de que se trataba de un ente inteligente y que sus exactas respuestas no eran fruto de la casualidad o del azar. También me di cuenta de que las hojas de papel ocupaban una pequeña parte de la altura de la caja y de que, cuando se quitaban todas, aparecía un fondo de cartón blanco. Esto me hizo suponer que, debajo de aquel fondo, estaría todo un complejo mecanismo de poleas, ruedas dentadas, contrapesos, engranajes y rodamientos a bolas que permitiría expresarse a la inteligencia del Mago.

Y un día me atreví. Quité todas las hojas de papel con preguntas y respuestas y tanteé el fondo de cartón blanco. Me percaté de que, contra lo que yo esperaba, se podía retirar fácilmente y lo levanté. Y vi con gran sorpresa que debajo del cartón no había nada. Solo un espacio que se me antojo enorme pero absolutamente vacío. Aquella misma tarde, mi padre me explicó que el Mago Electrónico tenía en su base un imán que orientaba en el primer círculo sus líneas de fuerza y que, al colocarlo en el segundo círculo sobre otro imán, las mismas líneas de fuerza lo hacían girar para colocarse según las leyes físicas del magnetismo. Había, pues, una explicación racional y lógica para la inteligencia del Mago pero no por éso el juguete perdió su encanto sino que, por el contrario, su magia se agrandó. Ahora yo sabía el por qué de las cosas y me resultaba más emocionante pensar en aquellas líneas de fuerza magnéticas trabajando para mi que unos mecanismos desconocidos de los cuales ignoraba su utilidad práctica. Años más tarde, los jesuitas me enseñaron Física, la regla del dedo pulgar de los electroimanes y el carrete de Ruhmkorff cuyas elevadas diferencias de potencial podían aplicarse a un tubo de Crookes para producir rayos X y ya todo el rompecabezas encajó perfectamente.

Debe de pasar lo mismo con la moderna cafetera casera. Seguro que todos esos ruidos, crujidos, crepitaciones, vibraciones, luces intermitentes y erupción de chorros de agua caliente, tienen una explicación lógica. Así que, arriesgándome a las iras conyugales, una mañana de domingo desoficiada abriré y desmontaré la cafetera hasta que sepa para que sirven cada una de sus piezas y que responsabilidad tienen en la parafernalia de luz y sonido y como, de unos granos tostados y negros y del agua del garrafón, sale ese rico café humeante y sabroso. Y sabré de una vez por todas si aquella, la parafernalia, tiene utilidad práctica o es un engaño para mentes simples y bienintencionadas.

El Mago Electrónico me lo trajeron los Reyes Magos. Afortunadamente, todavía me siguen regalando cosas, algunas verdaderos juguetes y sigo sin comprender como pueden llegar en una noche a todas partes. Pero ahora no se a quien preguntarle por este misterio y no me creo algunos rumores que oigo a veces. Debe de tener una explicación racional como otras tantas cosas que ignoro pero supongo que aun no tengo la suficiente edad como para comprenderlas.

domingo, 22 de agosto de 2010

El autobús 6: La Alberca por Gran Vía.

El Bus 6 está unido de manera indisoluble a la Carretera de Santa Catalina. Cuando la recorre de norte a sur, va hacia La Alberca y cuando lo hace de sur a norte, se dirige a Murcia. Y esta carrera en cada sentido la realiza exactamente 38 veces durante un día laboral si hemos de dar crédito al cuadro horario que aparece en los postes que señalan las paradas que tienen algo de miliario romano aunque de metacrilato en vez de piedra musgosa. Y no es que el bus 6 se limite a recorrer la carretera de Santa Catalina porque también se adentra en la ciudad y recorre su Gran Vía igualmente de sur a norte y de norte a sur. Pero este recorrido entre rascacielos provincianos ya me resulta desconocido. Quizás debiera un día hacer la carrera completa, montarme en el bus 6 desde una parada terminal a la otra aunque solo sea para dar testimonio, en este blog, de lo que ocurra. Pero no me atrevo. Intuyo que el autobús urbano solo debe ser usado para un recorrido con utilidad, para ir de un origen a un destino, teniendo claro en cada momento de donde vienes y a donde vas. Intuyo también que si yo siguiera en el autobús fuera del trayecto habitual me convertiría en un intruso, quizás en un indeseable y que el conductor me obligaría a bajar a la viva fuerza. Es cierto que hace poco estuve en Sevilla y me monté en su moderno metro haciendo un largo recorrido de ida y vuelta sin ninguna utilidad fuera de dar el paseo. Pero es distinto porque los metros son subterráneos.

Por lo tanto, yo lo abordo en la parada de El Charco sabiendo que me he de bajar en la Glorieta de España y pago el importe del trayecto que, a fecha de hoy, son 1,45 euros. Desde ahí, recorro una serie de paradas de nombre Reguerón 2, Reguerón 1, Lavadero, Escuelas, Tanatorio Arco Iris, Royal Place, Yesera, El Alías, Pio XII, Colonia San Mateo, Floridablanca 44, Espinosa, Alameda de Colón, Hernández del Águila y, por fin, Glorieta de España. Todas son puntualmente cantadas por la megafonía e incluso una pantalla electrónica informa por donde va el vehículo sobre un mapa. Los satélites que orbitan la Tierra lo tienen perfectamente geolocalizado para que ningún viajero se pierda o se baje en luga indebido. Las paradas de la carretera de Santa Catalina son humildes y austeras, rústicas y bucólicas. Pegadas a los restos de huerta, a los limoneros, a los cañizales y a las palmeras. El poste funcional y de diseño donde consta el horario y, a lo sumo, un banco de madera, municipal y pintado de verde, son los indicadores de que allí para el bus 6. Pero, desde esta ruralía, los viajeros se adentran en la ciudad provincianamente europea. Mis enfermos lo cojen para ir a los médicos especialistas capitalinos llevando en una bolsa de plásticos los análisis, radiografías y demás pruebas e informes donde constan los males de los que esperan curación.

El bus 6 cruza el río por la Pasarela y, con un violento giro a la izquierda, llega a la Glorieta de España y para enfrente del Ayuntamiento permitiendo que me baje. Luego lo veo marcharse ya sin mi. Se que recorrerá la Gran Vía pero el resto de su recorrido es ignoto. Y así hasta que llegue a la terminal, antípoda de la que hay en La Alberca, junto al Mercado, donde todo el mundo debe bajarse. Las puertas se cerrarán y el vehículo permanecerá parado durante un rato. Los pragmáticos dicen que este tiempo muerto es simplemente para permitir la adecuación al horario o para que el conductor, hombre mortal al fin y al cabo, pueda orinar. Pero yo me malicio que algo más debe ocurrir, que algún ritual debe realizarse. Quizás máquina y ser humano repasen aquellos viajeros presurosos que llegaron demasiado tarde a la parada y no se les abrió la puerta. Perdieron una cita pero nunca se sabe si fue para su bien porque el destino está sujeto a detalles tan azarosos como cinco segundos de retardo y una puerta neumática que no se abre. Pero todo ésto son cosas secretas que solo a los cofrades les es permitido saber.

Así que el bus 6 realiza 38 veces al día su recorrido de una terminal a otra, siempre por el mismo camino, siempre deteniéndose en las mismas paradas. Ocurre muy ocasionalmente que debe emplear un camino alternativo por causas justificadas como puede ser que haya obras. Estos cambios están previstos, constan en la hoja de ruta y el bus y su conductor mentalizados para hacerlos. Pero ¿es imaginable un cambio espontáneo o errático, que el bus y su conductor decidieran un día dejar la rutina de las paradas cantadas por la megafonía y que se metiera, por ejemplo, por el Carril de la Romera? ¿O por el Carril de la Cruz? ¿O que en un arrebato de universalidad y cosmopolitismo no hiciera correctamente la rotonda de El Alías y tomase la autovía de París, para llegar a la Plaza de la Concordia, recorrer los Campos Elíseos y dar la vuelta completa, tocando el claxon, al Arco del Triunfo? ¿Es imaginable que este bus, pedáneo y provinciano, cruce a todo gas el viaducto de Buñol? Ningún nigromante ha profetizado ésto pero, si llegase a ocurrir sería un cataclismo de la misma magnitud que si un planeta se saliera de su órbita.

Pero no ocurrirá porque el autobús 6 y su conductor deben recorrer 38 veces al día su camino de rigor y detenerse siempre en las mismas paradas. Su destinos están unidos indisolublemente a la carretera de Santa Catalina y saben que deben de trasladar a gente normal y anodina a sus trabajos cotidianos, a visitar al médico especialista para el que llevan bien guardada la hoja con la cita, a ver los escaparates de la ciudad o a realizar su rutina de jubilados. Y el paseante lo ve pasar sin nostalgia de las estrellas y solo espera pacientemente que termine agosto y el Bar Marilyn, pasadas las vacaciones, vuelva a abrir.

sábado, 14 de agosto de 2010

Una hoja arrancada de un libro.

¿Debe hablarse en este blog de algo tópico? ¿Debe, en todos los blogs del mundo, en todos los dominicales de los periódicos, en todas las hojas de papel impreso, contarse lo ya sabido, lo ya oído, lo ya repetido? La respuesta es un rotundo si. Porque en el mundo solo hay cuatro historias, las mismas que ya se contaron en las cavernas a la luz de las candelas, la noche del día que había habido una buena presa y se podía comer distendidamente, sin pelearse para quitarle el pedazo de carne al vecino. Hubo buenos narradores como luego hubo buenos escritores que le dieron forma imperecedera a esos cuatro, cinco, a lo sumo seis cuentos. Y no hay más pero es que tampoco necesitamos más porque son los únicos que nuestra mente puede entender. Como las canciones que oímos repetidamente sin cansarnos o las tostadas con café con leche que desayunamos cada mañana. Así que hay que hablar de la vida y de la muerte, del amor y del odio, de la riqueza y de la pobreza, del bien y del mal, de la guerra y de la guerra, del pan y el vino, de la torre Eiffel, de las despedidas largas en las estaciones del tren y de las hojas arrancadas de los libros que alguien se encuentra al azar.

Porque hace unos días, estando en Sevilla, me encontré tirada en el suelo, la hoja de un libro. Pudo ser en cualquier parte pero fue allí, en Sevilla, cerca del edifico de apartamentos de mi madre. Siempre me han llamado la atención los papeles tirados en el suelo no como buen ciudadano que critica a otros más inciviles que no depositan sus papeles sobrantes en la papelera o, mejor aun, en el contenedor de reciclaje. No, porque sostengo como cosa cierta que el destino verdadero y último de algunos papeles es el suelo. Allí, de estudiante, estaban las octavillas ciclostiladas que llamaban a la revolución. Hoy, en su lugar, están otras que informan de bares y restaurantes como la que me encontré ayer en el parking de La Meseguera que recomendaba como maravilloso el restaurante playero Shakira II o hacen ofrecimientos de servicios variopintos. Las suelo recoger y leer y, en ese momento breve, el papelito alcanza la gloria para la que fue creado. Si es extremadamente interesante aquello de lo que informa, me lo guardo pero, lo más normal es que lo vuelva a tirar al suelo unos pasos más adelante porque repito, su sitio es el suelo.

Sin embargo, hay otros papeles que, en puridad, no debían estar en el suelo, como facturas de la luz, recetas del médico, apuntes de estudiante, u hojas arrancadas de un libro. Por eso, cuando la vi, me agaché prestamente a recogerla. Se trataba de una hoja pequeña in octavo y amarillenta y estaba pulcramente separada del resto. No constaba el título del libro pero leí algunas frases por lo que pude deducir que aquel sería de aventuras con bastantes años ya impreso. Guarde la hoja cuidadosamente en mi bolso porque no pude evitar pensar en uno de esos cuatro, cinco, seis cuentos a lo sumo que son los que realmente vale la pena contar y repetir. La clásica hoja de libro o el papel hallado al azar que remite a quien lo encuentra a enormes y misteriosas aventuras, a viajes exóticos, a la búsqueda de grandes tesoros enterrados o de verdades y saberes igualmente enterrados desde hace siglos. En fin la hoja de libro, el papel que cambia por completo la vida de una persona. Pero yo, en aquel momento, no me podía detener  a buscar la frase clave que cambiase mi vida y la arrojase a una espiral de emociones así que la hoja sigue guardada en mi bolso esperando su momento.

Y estas cuatro, cinco, seis historias a lo sumo, nos las sabemos ya de memoria pero vividas, contadas por otros. Y aunque nos gustan que nos las repitan, lo que de verdad no gustaría es vivirlas. Me hablaron mucho de la torre Eiffel mientras la estaban construyendo pero no olvidaré el asombro y el pasmo que sentí cuando la vi por primera vez, iluminada con focos de arcos voltaicos, en la Exposición Universal de 1889, cien años después de que los revolucionarios tomáramos la Bastilla. Y hay que vivir de una vez para siempre el amargor del primer amor y el regusto agridulce del primero de un millón de besos y saborear como primera y única cada copa de vino. También hay que vivir la firma de la escritura de tu primer piso delante de un notario,  pero no es lo mismo. Y luego contarlo y contarlo, contárselo a otros o contártelo a ti mismo. Porque es lo que verdaderamente entendemos como las canciones que no nos cansamos de oír.

Me malicio que el papel arrancado del libro que guardo en mi bolso me remitirá a un laberinto, a una catacumba o a la entrada de una mina abandonada que solo veré cuando el sol ocupe determinada posición. Afortunadamente, estoy convencido de que, sea lo que sea, solo deberé caminar hasta la carretera de Santa Catalina para encontrarlo porque aquí están todas las verdades y saberes que el hombre empezó a recopilar la noche de aquel día que había habido una buena presa.

domingo, 8 de agosto de 2010

El buzón del Correo Postal ( y II )

Todas las cartas de amor, cientos, miles, quizás millones, que escribí eran ridículas porque, como dijo el maestro Pessoa, "todas las cartas de amor son ridículas". Pero mis cartas fueron gloriosamente ridículas. Otras, en cambio y por desgracia para sus autores, fueron tristemente ridículas. Hubo amantes que nunca conocieron noches de vino y rosas y sus caricias fueron torpes y sus besos, cohibidos. Pero estoy seguro que sintieron el amor y lo plasmaron en cartas que quizás ni ellos mismos sabían escribir, que les escribía el cura o el médico. Y con la respuesta, iba el amante analfabeto para que el mismo personaje se la leyera. Y, siempre de por medio, el buzón y el cartero. No me gusta la zarzuela y, últimamente me está dejando de gustar la ópera porque mi música va ahora por cosas menos afectadas, por la marcha y el subwoofer, pero no puedo olvidar la romanza de "Gigantes y Cabezudos" cuando Pilar canta: "Esta es su carta y es el cartero la persona que, después de él, yo más quiero"

Estas cartas de amor, ridículas y tristes, se escribían en papel pautado. Había unos pliegos especiales, una especie de librito de solo dos hojas y de tamaño, por supuesto, no normalizado por ningún DIN. También había unos blocs de folios que incluían un cartón que se ponía debajo del papel donde se escribía. El cartón llevaba impresa la pauta que se veía por transparencia. Y se usaba un lápiz precariamente afilado con la navaja y se borraba con goma si se pensaba que se había ido demasiado lejos. Hace ya bastantes años, encontré en un hipermercado un envase de pliegos de papel de carta pautado. Lo compré encantado en recuerdo y homenaje a estos amantes pobres y tristes pero, en los trajines de las sucesivas mudanzas lo he perdido y supongo que esa pérdida es irreparable.

También recuerdo el furgón postal de los trenes que tenía su propio buzón para que se pudieran echar las cartas cuando aquellos paraban en cada pueblo del recorrido. La novia, que guardaba la ausencia, solo salía de casa para ir a la estación a la caída de la tarde y esperar el repiqueteo de la campana y la irrupción del tren arrastrado por una locomotora de vapor. Las paradas eran largas, pues, a veces, había que echar agua a la caldera o, en todo caso, dar tiempo a que unos agentes ferroviarios dotados de un martillo golpearan las ruedas metálicas de los vagones. Nunca supe que esperaban oír con aquellos golpes de martillo pero supongo que era algo relacionado con las cartas de amor de novias lánguidas. El caso es que la desaparición del furgón postal ha llevado implícito que ya no se golpeen las ruedas metálicas de los vagones.

Y cuando el tren se iba y desaparecían en la distancia las luces rojas de cola ya encendidas, la novia volvía a su casa, quizás a bordar primores mientras oía la radio y llegaba la hora de la cena. Mientras tanto, la locomotora Mikado, construida  por "La Maquinista Terrestre y Marítima", empleaba sus 2.000 CV. de potencia en llevar su carta por los caminos de España. Todo un retumbo de hierros, humaredas de carbón y silbidos de vapor recorriendo la noche negra de los campos, quizás bajo la lluvia o incluso bajo la nieve lo que obligaba a la Mikado a largar arena para que sus enormes ruedas no resbalasen y todo guiado por los farolitos que bordeaban las vías. Era una carta de amor ridícula porque todas los son pero, quizás por éso, necesitaba aquel esfuerzo mecánico para poder llegar a su destino.

A mi consulta de médico nunca ha ido una novia para que yo le lea una carta. Me alegro mucho de eso, de que todas sepan leer e interpretar lo escrito aunque, eso si, no dejan de traerme unos tristes papeles en los que alguien sin nombre y sin foto dedicada les dice que les han denegado la prestación económica que solicitaban. Pero, cuando por la carretera de Santa Catalina veo pasar al cartero en su moderno scooter amarillo, no puedo dejar de pensar con desazón en todas aquellas y aquellos que nunca recibieron una carta de amor, lo ridículo, lo verdaderamente ridículo.

domingo, 1 de agosto de 2010

El buzón del Correo Postal ( I )

En toda la carretera de Santa Catalina hay un solo buzón. La he explorado minuciosamente, buscando la forma cilíndrica y amarilla, para encontrarla junto al restaurante "El Alías". Tengo una deuda con este local porque una vez pedí café y me lo quisieron dar de puchero por lo que no he vuelto a ir. Pero de éso ya hace años y, posiblemente, hayan comprado una buena cafetera express que, no nos dejemos llevar por nostalgias inútiles, hace mucho mejor café que el puchero. Así, ahora que he constatado que junto a la puerta de "El Alías" está el buzón, me pasaré por allí, echaré alguna carta y veré que tal anda el tema del café. Es cierto que hace también mucho tiempo que no mando cartas postales, pero, para el caso, puedo hacer una excepción y escribirle a Hacienda a ver como va la crisis.

Los buzones postales me recuerdan indefectiblemente las cartas de amor. En mi juventud, escribí cientos, miles, quizás millones. Escribía a diario para amadas distantes e iba con la carta, bien metida en el sobre, bien cerrada y bien franqueada hasta el buzón. Con un último adiós, la introducía en la hendidura y palpaba bien en la angostura metálica para cerciorarme de que la carta caía al fondo para ir a reunirse con otras que no eran sino morralla en comparación con la que yo acaba de escribir. Me inculcaron de niño este buen hábito de meter la mano y yo comprendí que no era una tontería sin sentido de las personas entonces mayores, sino algo muy necesario para el buen funcionamiento del mundo. Hace ya algunos años, iba  a echar una carta justo en el momento en que llegaban los funcionarios de Correos en su furgoneta amarilla. Me dijeron amablemente que ellos me la recogían directamente en mano. Me quedé un poco perplejo y dubitativo pensando que si la carta no pasaba por el trance ritual de ser echada al buzón no llegaría correctamente a su destino. Pero ya no era una carta de amor. Sería para el banco o para algunas de las instancias oficiales de las que dependo salarialmente. Así que no me importó mucho lo que pasaba con ella y se la di a los hombres de la furgoneta amarilla.

Porque en los buzones pasa algo que yo no sé. Hace tiempo, un paciente cartero me preguntó que si le prescribía una pastilla para la cabeza, otra para los pies y la tercera para los bronquios, cómo sabía cada píldora a donde se tenía que ir. Yo, en buena lógica, le contesté: "Y usted, siendo cartero, ¿me pregunta éso? Vamos a ver, si yo echo en el buzón una carta para Madrid, otra para Valencia y otra para Sevilla ¿cómo sabe cada una a donde se tiene que ir?" Y el paciente cartero me miró muy serio y asintió en silencio. Yo también lo miré a él y tampoco dije nada. Y en aquel momento, ambos supimos que estábamos tratando de los arcanos que rodean a cada profesión y que solo a los iniciados les es dado conocer.

De todas formas, yo si he visto los entresijos de un buzón. Fue de niño y entonces no sabía bien la importancia de lo que ocurría. Un anochecer, mi padre me mandó a la estafeta de correos del pueblo para una intrigante misión. Debía decirle al cartero que, por favor,  me diese una carta que él había depositado un rato antes. Por el camino, iba mohíno porque no podía creer que aquello fuese posible. Después de la hendidura del buzón ¿qué hay? ¿no entramos en un mundo extraño de duendes y estelas azules? Así que llegué a la estafeta que era una casa normal, solo que en la pared estaba aquel recuadro mágico y me recibió el cartero. Yo le dije el recado de mi padre y me pasó a una habitación anodina, con una mesa camilla y unas sillas para sentarse y ver la televisión. Y entonces se dirigió a una portezuela metálica, al otro lado de la pared de la hendidura, la abrió con una llave y yo pude ver, por primera y única vez en la vida, lo que había detrás de un buzón: una especia de arcón empotrado en el muro donde se agolpaban varios sobres, incluso un par de ellos verticales apoyados en un lateral. Buscó, reconoció la carta y me la llevé.

Ahora que escribo ésto, pienso que debí preguntarle a mi padre, siendo yo ya un hombre, por qué aquella carta no debió llegar a su destino. Pero mi padre y el cartero de mi pueblo ya han muerto desgraciadamente. Me tranquilizo pensando que, posiblemente, fuera un pedido de los que entonces se hacían por correo postal y mi padre lo quiso anular o modificar después. O quizás todo fueran imaginaciones mías porque no tengo nada claro que lo del buzón fuera tan sencillo y tan fácil de comprender. Así que me vuelvo por la carretera de Santa Catalina con la misma duda: y desde "El Alias", desde ese armazón metálico y amarillo plantado en el suelo junto a los grandes eucaliptos ¿cómo puede llegar una carta a Madrid? ¿o a Barcelona? ¿o incluso a París?

Post scriptum: ¡Os he pillado! He escrito que en la habitación a la que me pasó el cartero había sillas para ver la televisión y nadie ha dicho nada. Pero, hombres y mujeres de Dios...¡si entonces no había televisión...!