domingo, 13 de noviembre de 2011

La gasolinera, el destierro y la espuma de la cerveza


La buena costumbre de colocar el coche de forma que el costado donde está la boca de carga del carburante coincida con el surtidor no me la enseñaron los jesuitas. Supongo que sería porque entonces los adolescentes no teníamos coche. Pero hago la maniobra tomando está prevención para evitar tener que alargar la manguera en exceso y para que ésta no roce y ensucie la carrocería. Creo que en este blog se ha hablado de la gasolinera de la carretera de Santa Catalina pero, en realidad, a donde yo más acudo a repostar es a la que está a la entrada de Algezares, recorriendo para ello un breve tramo de la Costera Sur. Lo hago por tres motivos, el primero de los cuales es que su lavadero me resulta más cómodo y sencillo. El segundo es que dispone de un moderno aparato para darle aire a los neumáticos. Es cierto que cuesta un euro utilizarlo ( 25 céntimos por rueda) pero su manejo es fácil y el manómetro, digital y automático, se supone que exacto. El último y más irrelevante es que el servicio es asistido y digo irrelevante porque llevo bien lo de ponerme los guantes de plástico con cierta prosopopeya, como cuando voy a explorar heridas, supervisar curas o ¡ay! realizar un tacto rectal y servirme yo mismo manejando con soltura el boquerol.
Conocí los surtidores manuales de gasolina, los que disponían de dos cilindros verticales y aforados de cristal. El operario giraba una manivela para cargar los cinco litros de cabida de cada cilindro y se veía como el líquido, inflamable, viscoso y mate, de un color oro viejo como el de algunos vinos, subía de nivel burbujeando. Luego se accionaba otra vez la manivela para hacer que la gasolina se vertiese en el depósito. También se usaba una manivela para arrancar el motor, tras cebarlo, atrasar el encendido y cerrar el estrangulador. Recuerdo perfectamente aquel artilugio y aun el agujero en el que se introducía hasta el cigüeñal y luego supe que, si el chaffeur era poco hábil o demasiado confiado, la arrancada provocaba su giro intempestivo, golpeando la muñeca y produciendo una fractura de Colles. Era la época en que los trasiegos de gasolina de depósito a depósito eran frecuentes, dada la precariedad del servicio. Para ello, el chaffeur se servía de un tubo de goma por el que aspiraba con la boca consiguiendo que el líquido fluyese. Luego venía el sonoro escupitajo para eliminar los restos.
Por curiosidades del recuerdo, tengo asociadas las gasolineras a la pena de destierro y a la espuma de la cerveza. Estando en el colegio de los jesuitas, ya al final del bachillerato, llegó un compañero nuevo. Posiblemente omitiendo detalles sustanciosos, mi padre me contó la historia. El padre del compañero regentaba un taller mecánico y una gasolinera anexa. De manera quizás adelantada a la época, este hombre colocó allí un par de chicas. El caso es que iba a repostar un marquesito que empezó con la manía de decirle galanuras y requiebros a las chicas. No sé si se propasó, pero el padre de mi compañero le advirtió de que fuera más comedido y, como quiera que el marquesito no le hizo caso, terminó propinándole una bofetada. Hubo el consiguiente juicio y el defensor de la honra de sus empleadas, terminó condenado a destierro a una distancia mínima de 30 kilómetros. Se mudó la familia y así es como vino a parar a mi clase el nuevo compañero. Cuando llegó el día de la fiesta del pueblo de origen, los desterrados quisieron celebrarla en el exilio y nos invitaron a su casa a algunos amigos. Allí me sirvieron una cerveza pero, al irla a echar en el vaso, el compañero me preguntó: "¿Cómo la quieres? ¿Con espuma o sin espuma?". Yo era un bebedor novel, totalmente inexperto -quizás fuese la primera cerveza que bebí en mi vida- y no comprendí el alcance y transcendencia de la pregunta. Salí del paso como buenamente pude pero aun recuerdo al amable compañero sin saber que hacer con el cuello del botellín posado sobre el borde del vaso.

Pienso en todo ésto en la mañana otoñal, cuando el sol ya despunta sobre la Costera Sur, cuando voy camino de la gasolinera de Algezares con mi coche macarra discretamente maqueao. Allí asisten también, como en la del padre de mi compañero de colegio, unas chicas muy eficientes y amables que manejan con igual pericia la boca de carga y el boquerol como la tarjeta de crédito. Las veo atractivas con su mono de trabajo, su chaleco reflectante y sus botas de reglamento. Ya todo es moderno, los surtidores, el lavadero, el manómetro del aire de los neumáticos. Y esa tienda donde, además del lubricante y el líquido del radiador, venden desde pan a periódicos. Y pienso también que ya en la literatura médica no figuran los golpes con la manivela de arranque de vehículos como mecanismo de producción de la fractura de Colles. Todo éso ya es historia y pieza de museo.
Desgraciadamente, quizás solo siga siendo actual la figura del marquesito. Me imagino que estas chicas de la gasolinera habrán tenido que aguantar alguna que otra impertinencia de esa nobleza a quien el título se lo ha dado el diablo y los malos instintos. Así que, probablemente, algún día me encontraré con otro desterrado por causa de una bofetada. Y como nos haremos amigos, me invitará el día de la fiesta de su pueblo. Ya no hay ningún problema: sé perfectamente lo que tengo que decir cuando me pregunte si la cerveza la quiero con espuma o sin espuma.

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