domingo, 25 de noviembre de 2012

Los milagros con un coche macarra nada lúbrico.


Hoy, festividad de Santa Catalina de Alejandría, patrona de este blog, vamos a hablar de milagros sucedidos en esta última semana. De milagros y de lubricantes, unidas ambas entidades porque hace al caso y porque bien mirado el paradigma de milagro sería que algo, en absoluto engrasado, funcionara. Ocurrieron con la conjunción mía y de mi coche macarra y en el ámbito geométrico de El Corte Inglés pero estas dos cosas son anécdota y no forman parte categórica del hecho extraordinario. Ya una vez en el gran almacén me teletransporté desde la segunda planta del parking hasta el exterior. Quiero decir que yo tenía aparcado el coche en el segundo sótano y, en buena lógica, tras subir un tramo de rampa, debía de haber aparecido en el primer sótano. Sin embargo, me vi en la calle sin haber atravesado barrera alguna. Pero ésto nunca lo consideré un milagro. Hecho extraordinario, sí, pero debido posiblemente a seres alienígenas vulgares, de los que encontramos en todos los parking, que se habrían dejado escapar algún magnetismo mesmérico que, al azar, fue a parar a mí. Luego no encontré ninguna señal de alerta en el sol, las nubes del cielo o en el vuelo de los pájaros por lo que el suceso lo consideré y lo sigo considerando anodino.

El primer verdadero milagro ocurrió el pasado jueves, día que tuve libre. Aupado en mi coche macarra, me dispongo a salir del parking. Metí el ticket en el lector y éste lo devolvió. Lo volví a meter varias veces en distintas posiciones y el aparato hizo lo mismo. Y, de repente, reparé en que se me había olvidado pasar por caja. Un escalofrío de horror me recorrió el espinazo pero no era cosa en aquel momento transcendente de hacer cábalas sobre la posible vehemencia senil. Miré el ticket inservible y encontré la banda magnética con una negrura ausente de toda esperanza. Mi primera reacción fue intentar dar marcha atrás, aparcar de nuevo y rectificar el yerro. Pero ya varios coches formaban cola a mi zaga y no era posible moverme sin grandes incomodos. En cuestión de segundos, tomé una decisión heroica: llamar por el telefonillo a quien se sirviera responder, contar lo sucedido y que se actuara como el protocolo de emergencias dictase. No hice más que pulsar el botón cuando ¡oh, milagro! la barrera se alzó sola y mayestáticamente, sin concurso de ticket ni banda magnética, para dejar expedito el camino. Gracias a la intervención del santo del día, me había visto libre de la situación vergonzante y de alguna que otra risita irónica. Santo del día al que le debo una vela o tal vez un gallo como Sócrates a Esculapio.

El segundo verdadero milagro ocurrió ayer mismo, durante la actividad sabática. Ya le había comunicado a la humanidad, a través del Facebook, que la cerradura de la puerta del conductor de mi coche macarra había dejado de funcionar. Para abrirlo, tenía que recurrir a ciertos malabarismos hechos a través de la puerta del pasajero. También en esta ocasión, el escenario de los hechos es el parking de El Corte Inglés. Cuando fui a buscar el coche, me encontré a otro vehículo de grandes dimensiones muy pegado a la derecha del mío. Imposible abrir la puerta de este lado lo suficiente como para insinuarme dentro, desactivar el freno de mano y empujar el coche hasta el pasillo con lo que, libre de obstáculos, podría hacer los malabarismos. Tomé también una decisión heroica: buscar a alguien de los que vigilan el parking para que, con ayuda de esa especie de carrillo mueve coches, el mismo que usan para trasladar a los que están mal aparcados, poder sacar el mío del atolladero. Pero, contra toda esperanza y por una intuición celestial, decido meter la llave en la cerradura de la puerta izquierda y ¡oh, milagro! ésta gira suave y con total precisión el cuarto de vuelta correspondiente. Con gran alegría ocupo mi asiento y salgo a la calle como si nada hubiese pasado.

Pero, en este segundo caso milagroso, si me he reprochado el haber sido tan lerdo como para no comprender que el problema de la cerradura era de fácil solución con la ayuda del 3 en 1 o algo similar. Bastaba un lubricante y no haber hecho intervenir al santo del día a quien también le debo una vela. Y como se ve, viene a cuento hacer una digresión para hablar de estas sustancias resbaladizas. Me había preguntado algunas veces si la palabra correcta es lubricante o lubrificante. Es que me parece que antes se decía más la segunda y creía que la primera era cosa de modas modernas. Recurro al D.R.A.E. que me informa de que ambas palabras son sinónimos y correctas. En un rato de desoficio decido buscar en Google para mayor abundancia pero, en las primeras ocurrencias del buscador, me encuentro...¡ay, lo que me encuentro! Nada que ver con el 3 en 1 o con la severa definición que da la docta institución del verbo lubricar: “engrasar piezas metálicas de un mecanismo para disminuir su rozamiento”. No parecen tener esto in mente los buscantes sino como conseguir el indudable milagro de que el amor, especialmente el de emergencia, sea suave y dulce y no chirriante.

No me cabe duda de que en los tiempos que corren que son desde Atapuerca hasta hoy, necesitamos milagros más contundentes que los que he contado. Pero, como es cosa sabida, Dios escribe derecho con renglones torcidos y los santos del día le dan a las velas encendidas otra interpretación distinta de la nuestra. Está por venir el lubricante magno que le permita al mundo ese cuarto de vuelta que, seguramente, es justo lo preciso. Pero yo dejo constancia de lo ocurrido porque parece ser que tendremos que seguir conformándonos con salir del paso y con los sucesores de la vaselina para las estrecheces cotidianas.

P.S. aclaratorio. Lúbrico, ca: "propenso a un vicio y especialmente a la lujuria" (D.R.A.E., 2ª acepción de la palabra)

domingo, 18 de noviembre de 2012

Nociones de economía.


Una vez conocí a un yankee que estuvo en la corte del rey Arturo. Me lo presentó Mark Twain en la mansión de una plantación tabaquera del estado de Virginia. Después de cenar, nos sentamos en el porche y estuvimos hablando hasta el amanecer, bebiendo bourbon y fumando el tabaco local. En realidad, hablamos el yankee y yo porque Twain estaba ya bastante decrépito y se durmió enseguida en la mecedora. No recuerdo los detalles ni cual fue la peripecia que le permitió a mi interlocutor teletransportarse en el tiempo. De aquella larga conversación, me viene ahora a la memoria la anécdota que me contó de cómo se encontró con los vecinos de dos pueblos limítrofes. Los de uno (pueblo A), ganaban un salario de 10 monedas y los del otro (pueblo B), un salario de 20 monedas. Ésto hacía que los de A estuvieran tremendamente quejosos con los de B al considerar que sus propios ingresos eran marcadamente inferiores. El yankee que, en plan quijotesco, quería enderezar entuertos se dedicó a investigar los hechos y comprobó que los precios eran mucho más elevados en B que en A, hasta el punto que los habitantes del primero podían adquirir con sus 20 monedas bastante menos cosas que los de A con sólo 10. Reunió a los vecinos de ambos pueblos y les comunicó francamente que A salía beneficiado con respecto a B. De entrada, parecieron creerle y aceptar sus razonamientos hasta que un preclaro portavoz de A le dijo: “Pero, bueno ¿cómo nos quieres hacer creer que 20 monedas son menos que 10?”. Mi amigó intentó de nuevo que razonaran pero ya todo fue inútil y el dejó el tema por imposible. En este punto de la narración, Twain dio un ronquido y se revolvió en la mecedora, el yankee y yo nos reímos un rato y nos servimos otro chupito de bourbon.

Hicimos una pausa tras la cual le conté a mi vez al yankee que a mi, de niño, me pasó algo parecido. Mi padre me daba, de vez en cuando, alguna perra gorda o tal vez dos. No sé lo que podía comprar con aquello si es que podía comprar algo. Quizás solo fuera la satisfacción de llevar aquellas piezas metálicas y redondas en el bolsillo porque yo ya intuía que eran tremendamente importantes para el funcionamiento del mundo. Luego supe que existía una sola moneda, la de dos reales, que compendiaba en si misma mucho poderío posiblemente por aquel agujero que tenía en el centro. Es posible que viese a algún otro niño obtener algo para mí muy deseado entregando a cambio los dos reales que se me antojaban bonitos, brillantes y pulidos. Así que una tarde  me atreví a pedirle a mi padre que me diese dos reales. Mi padre dijo que sí y se sacó del bolsillo DOS monedas que me entregó. Salí a la calle dispuesto a hacer el trueque pero, a medio camino, abrí la mano y vi que tenía DOS monedas, más grandes que la que buscaba pero de aspecto más pobre y más ennegrecidas. Además, yo no quería DOS monedas, quería UNA moneda de dos reales que era la que tenía el poderío. Así que volví a casa y le dije a mi padre que se había equivocado y mi padre me contestó que no, que me había dado DOS monedas de UN real y que UN real y OTRO real eran DOS reales. La noción económica que yo tenía que comprender era que DOS monedas de un real equivalían a UNA moneda de dos reales y que, por tanto, con DOS monedas de un real se podía comprar lo mismo que con UNA moneda de dos reales. Pero no lo comprendí, le dije al yankee, y fui todo el camino mohíno e inquieto pensando que en el comercio no me iban a dar lo que yo quería porque para éso se necesitaba UNA reluciente moneda de dos reales, con su agujero en el centro. Twain dio otro ronquido y volvió a removerse en la mecedora y el yankee y yo nos volvimos a reír y a servirnos otro chupito de bourbon.

Lo malo es que, muchos años después de aquella conversación, sigo sin comprender las nociones elementales de la economía. Por éso, cuando surge el tema, me evado con lugares comunes. Cuando ya se vio que era inevitable el terrorismo de estado que supuso la introducción del euro, mi enfermos mayores (que son casi todos) estaban preocupados por el cambio. Me preguntaban: “Y a usted, Don Manuel, ¿qué le parece éso del euro?” Y yo, con una sonrisa de ser al menos tan viejo como ellos, les contestaba: “Muy sencillo. Que los ricos van a seguir siendo ricos y los pobres van a seguir siendo pobres”. Luego les recetaba un jarabito para la tos y una pomada para el dolor de rodillas y se iban más tranquilos. 

Y ahora, desaparecidos los dos reales para ser sustituidos por billetes de 500 euros, sigo sin tener claro que este billete sea igual que 50 billetes de 10 euros. Para empezar, de niño fui capaz de tener una moneda agujereada de dos reales pero ahora, en la madurez, no he sido capaz de tener en la mano un billete de 500 euros. Ni siquiera los he visto en la realidad, solo en la televisión, como a Obama o a Michelle Pfeiffer. Leo en las revistas de coches, donde busco ideas para mi cupé macarra, que la versión más económica de un Bugatti Veyron vale 1.629.000 euros. Según me dice la calculadora, ésto significa que, para adquirirlo, hay que entregar a cambio 3.258 billetes de 500 euros. Y ¿da lo mismo entregar 162.900 billetes de 10 euros? Me malicio que no porque, aunque no entendí ni entiendo algunas nociones elementales de economía, estoy convencido de que hay cosas que solo se pueden comprar con billetes de 500 euros...o con una moneda de dos reales. Pero, desafortunadamente, éstas ya no existen.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Nuevas noticias de lo escatológico.


Pues pasados Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos y abocados ya al Adviento, he sentido el deseo de ver las estadísticas de este blog. Reparo en lo que ya sabía: que la “Carretera de Santa Catalina es un blog humilde, con pocos lectores aunque, sin duda, debe haber algunos adictos y aún entusiastas. En cambio, ignoraba que uno de los países en los que más gente se ha interesado por él o, mejor dicho, ha llegado a su lectura por los caminos extraviados de Internet, es Rusia. Me malicio que debe ser el Cosaco Verde quién, a su vez, se lo habrá recomendado a sus amigos. Y también es posible que lo mire de vez en cuando Miguel Strogoff, el que fuera correo del Zar. Los dos fueron amigos míos en la infancia y adolescencia aunque no tanto como el Capitán Trueno pero no creo que éste mire blogs porque, al final, se fue definitivamente a Thule que es el único lugar del mundo donde no hay ordenadores, ni llega el cable telefónico ni la onda 3G. Pero lo que importa decir aquí es que no soy amigo de estadísticas, ni de gráficas de barras, ni de las de dispersión que no entiendo bien, ni siquiera de esos quesitos cuyas porciones se desprenden animadamente del total en los aburridos Power Point  de la gente listilla. En realidad, esta ciencia matemática se limita y tiene de verdad para mí lo que dice la conocida gracia, lo de “mil millones de moscas no pueden estar equivocadas: ¡coma mierda!”

Y ya nos damos de lleno con la escatología. Escatológico es el Día de los Fieles Difuntos y el Adviento, tiempo litúrgico que no solo sirve de preparación a la Navidad sino de la Parusía, el fin de los tiempos, cuando vengan los ángeles justicieros tocando la trompeta lo que, según los mayas y algunos otros agoreros, ocurrirá en lo que queda de año. Las lecturas evangélicas se hacen también escatológicas, como la de dentro de pocos días en la que Jesús de Nazaret afirma terriblemente: “Donde se reúnen los buitres, allí está el cuerpo” (Lc. 17, 26-37). Pues no sé si habrá sido una indicación sotto voce de mi Ángel de la Guardia invitándome a ver las estadísticas del blog pues así me he enterado de que las dos entradas que acumulan mayor número de lecturas son marcadamente escatológicas. La primera de ellas, la más visitada de todos los tiempos, es la titulada “De la escobilla del wáter y otras guarrerías” en la que se hacía glosa de éste tan sencillo como necesario instrumento. Le sigue a poca distancia “Fue y se metió en un convento” en la que comentaba el tremendo estupor que me produjo enterarme de que Charo Pascual, presentadora del tiempo en la televisión hace unos años, se había metido en un convento de Londres.

Que la primera es escatológica no tiene ninguna duda. Cuando se visita el palacio de El Pardo, enseñan el cuarto de baño con la taza del wáter que usó el general Franco lo que suele despertar las miradas más intensas de la visita. Es más sutil la escatología de la segunda. Cabe preguntarse: ¿Porqué somos tanta gente interesada en que esta señora, físicamente agraciada y que fue presentadora mundana, se haya metido en un convento para siempre? La respuesta puede llevarnos a la corrupción de la carne, al desapego del mundanal ruido, a las postrimerías, al no tener más esperanza que la muerte a la que ya se trata de aproximarse intramuros. El curioso que busca imágenes y que se interesa por la escobilla del wáter ¿es el mismo que busca explicación al extraño suceso de la presentadora monja en un tour de force de despojos y naderías? La miseria humana en sus diversas facetas ¿es fuente morbosa de interés y aun de distracción?

Pues, por lo que se ve, creo que sí. Ignoro hasta que punto lo obtenido en las estadísticas de audiencia de este blog, menos que humilde, puede extrapolarse a la población general pero tampoco me hace falta este conocimiento. No hay más que salir a la calle, real o virtual, para afirmar que las miserias ajenas, necesitadas cuanto menos de taza de wáter y escobilla reglamentaria, son fuente de inspiración y la curiosidad por adentrarnos en un sinnúmero de motivos para encontrar entre ellos los escatológicos, nos puede. 

Y para cerrar el círculo de coincidencias, resulta que hoy, 11 de noviembre, es San Martín festividad relacionada tradicionalmente con la matanza del cerdo. El refrán lo dice lacónica y taxativamente: “Cada cerdo tiene su San Martín. Usado en sentido figurado, como es habitual, se convierte en escatología en estado puro de la que solo nos redime el jamón porque meterse en un convento ya es más duro. Así que nadie se preocupe en estos tiempos convulsos: todos nuestros particulares enemigos tendrán inexorablemente su San Martín pero, posiblemente, no haya panceta aprovechable.

domingo, 4 de noviembre de 2012

El marco de hierro oxidado.


Pues La Alberca es un buen sitio para vivir. Tiene unas agradables zonas residenciales, los mejores bares y restaurantes del mundo y el Centro de Salud más amigable que imaginarse pueda. En las faldas del monte y a un paso de la gran ciudad, a donde se llega recorriendo el corto espacio, no más de 5 minutos en coche, de la carretera de Santa Catalina, vía El Charco. Pero, si aún siendo así, se hace larga la distancia, se puede parar a descansar y tomar café en el Bar Marilín, justo a medio camino de casa a El Corte Inglés. Éso sí: no hay nada que ver. Me refiero a esa concepción simplona del turisteo que considera que en los destinos deseables hay multitud de monumentos, museos e iglesias que merecen una visita que no tiene más entidad que la propia visita en sí. Porque claro ¿cómo le explico yo a unos amigos que vinieran a visitarme que les voy a llevar a la rambla y, de allí, a que vean el marco de hierro oxidado?


Y, sin embargo, esa pequeña obra de ingeniería, ese cauce de cemento, esos puentes y pérgolas metálicos, esas escaleras de servicio y esas paredes con vocación de graffiti, tienen el encanto de lo cotidiano y pedáneo. Cerca de la rambla, en la tapia que delimita el almacén de materiales de construcción de “El Caracoles”, está el marco de hierro. No sé porque me fijé en él en uno de mis primeros paseos, recién llegado a La Alberca, hace ya 27 años. Siempre supuse, en una intuición momentánea de amor a primera vista, que había servido para exponer aquellos cartelones que publicitaban las películas de cine. Intuyo también que, en sus buenos momentos, gozó de una portezuela de cristal lo que le convertía en una especie de armarito sin más contenido que el papelón que miraban y consideraban los transeúntes de la época. La pedrada alevosa terminaría estrellando el cristal y es posible que éste se repusiera un par de veces. Pero los responsables del marco, convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos, lo acabaron dejando sin cristal. Y luego se acabó el cine y sobre su solar se construyó un edificio para viviendas pero, por alguna razón misteriosa, aquel cuadrado de hierro quedó pegado a la tapia para ir oxidándose y ennegreciéndose paulatinamente. Como quiera que este proceso químico ha debido de llegar a una fase de estabilidad, la sencilla escultura metálica quedará ya siempre tal cual, hasta que “El Caracoles” traslade su almacén y tiren  para siempre las paredes que lo delimitan.


Tendría que decir ahora que ese marco de hierro, enclavado entre los graffiti callejeros de ignota significación, me trae la nostalgia del cinematógrafo pero no sería cierto. Tal vez me haga recordar aquellas películas tan divertidas de mi infancia, las policiacas, las de romanos, las del oeste, las de espadeo y las de risa y las de miedo. No hay más palos en la baraja pero tampoco hay nostalgia. Aquello quedó atrás y hoy el cine solo es, como me gusta decir, imágenes animadas proyectadas en una pantalla blanca mediante un aparato luminotécnico. Me aburren películas que no comprendo, explosiones sin magia, naves alienígenas desencantadas, peripecias que no mueven a risa y amantes que no fuman. De hecho, hace muchos años que no voy a este espectáculo sin gracia. Le comentaba todo ésto a una compañera ya trasladada y me dijo que había perdido imaginación. Le contesté que no, que por el contrario ésta se me había agrandado y perfeccionado y que ahora no necesitaba artilugios para disponer de ella. Pero es cierto que aun rechinan entre el cúmulo de cosas que no se cumplieron en su momento, los nombres de algunas películas que no vi, de las que solo me alarmó su fantasía por el título voceado, por la cartelera con imágenes de grueso cartón con las esquinas descascarilladas o por el hoy llamado flyer que se conseguía por un golpe de suerte y se guardaba cual reliquia.

Digo que recuerdo al pregonero y alguacil de mi pueblo, haciendo rudimentaria publicidad con cantilena de postguerra: “Se hace saber, que esta noche, en el Cinema Central, repetición de la gran película, el extraño caso del hombre y la bestia y digo que tuve un sencillo visor en forma de tronco de pirámide en cuya base se encajaba un fotograma que se miraba por el otro extremo. Y de aquel pedacito de celuloide, junto a las perforaciones para el avance, observaba los milímetros de banda sonora sabiendo que allí estaba el disparo, o el ruido de aviones o el tam-tam de la selva e incluso el grito de Tarzán. También era posible que estuviera el susurro de un beso pero entonces estas cosas ni a Franco ni a mí nos interesaban. Podría ahora resarcirme y ver en el cine en casa todas aquellas películas que se quedaron en el deseo pero me aburre la idea. Se que ya están oxidadas, que se han vuelto herrumbrosas, como se ha oxidado el marco de hierro junto a la rambla.

Lo que tal vez debería hacer es preguntarle a M., el que fuera cameraman del salón de cine y luego del de verano y hoy es mi paciente jubilado, si es cierto lo que me figuro que en aquel rectángulo metálico se exhibieron en su época las carteleras. Pero lo más seguro es que tampoco lo haga. Baste con haber dejado constancia de su ocurrencia para todo aquel que quiera verlo y meditarlo sin necesidad de sacar entrada.

domingo, 28 de octubre de 2012

De barras y altas mesas.


Resulta que en las barras de los bares (discúlpeseme el cultismo redundante) siempre se ven y se oyen cosas interesantes. Antes de la última vuelta de tuerca del nazismo saludable, cuando se podía fumar en ellas, se veían y se oían aun más cosas interesantes. Pero ahora los actores de este interés se tienen que ir fuera con el cigarrillo y nos perdemos su acrobacia o su juego malabar. Hace pocos días, vi algo que me llamó poderosamente la atención por impactante. Era una mañana sabatina sin guardia por lo que podía estar, a éso de las 11, en la barra del bar de conveniencia que tiene montado El Corte Inglés en el sótano. Pedí un café solo que allí es el más caro que pago en la ciudad, tanto como 1,45 euros. Lo acompaño con un vaso de agua que me sirven del grifo pero con dos cubitos de hielo. Cuando se han derretido bastante y ya solo son escarcha de charco de invierno, cojo uno de ellos con la cucharilla y lo echo en el café, consiguiendo así que se enfríe, aunque se agüe, hasta su punto óptimo. Es un ritual inamovible y en éste estaba cuando llega una señora, se coloca a mi lado y pide una tapa de ensaladilla rusa. La camarera le pregunta que si desea algo más y la señora le contesta que no. Así que allí, al seco, se comió a pequeñas hincadas de tenedor su tapa y no solo fue al seco sino al palo seco porque se ayudaba de los cuscurros de pan crujiente. Todo ésto me pareció extraño porque me resulta harto desagradable comerse la ensaladilla rusa y los cuscurros  que, al masticarse forman una mezcla pastosa proclive al añusgo, sin una bebida, siquiera fuese un vaso de agua con dos cubitos como el mío. Luego pagó con un billete de 50 euros que la camarera pasó por el detector de falsa monea, recogió la vuelta, fuese y no hubo nada. Pero a mi me tuvo entretenido el café pensando que tenía que haber algún por qué para esta anómala manera de tomarse la ensaladilla rusa, por qué que, posiblemente, nunca jamás sabré.

Así que concluimos que las barras de los bares son harto entretenidas pero ¿qué pasa en el Congo? Si, éso ¿qué pasa en el Congo? Pues por este motivo, hay veces que me veo compelido a sentarme en la terraza. Sentarse solo en una terraza de bar tiene un algo de desabrido, de flor marchita e incluso de voyeur oportunista. Es cierto que todos y todas los que nos sentamos en la tal terraza, acatamos una ley tácita que dice que allí se está no solo para tomar el sol o resguardarse de él, sino también para ver y ser visto por lo que el posible voyeurismo es mutuamente consentido y no debe considerarse pecado ni aun venial. Había sentido para mis adentros este cierto hálito de soledad y desamparo pero no se me había ocurrido explicitarlo ni formar con él un corpus doctrinario hasta que coincidí con un artista en la mesa de fumadores del Willow. Hablo de esas mesas altas, para estar de pie, que ahora abundan en el exterior de los bares, junto a la puerta. Son una tierra de nadie, un istmo entre el dentro y el fuera, una barra ectópica o una embajada de la terraza propiamente dicha. A veces, estas mesas pueden ser útiles. Aunque estar allí tomando el café puede darte un cierto aspecto de pasmarote, se goza de la agilidad de la barra y de las ventajas de la terraza. El cenicero bien lleno de colillas como único adorno dice bien a las claras quienes nos reunimos en torno a ellas y en este estado de confraternidad, es frecuente que estas mesas se compartan con desconocidos.

Digo que, hace pocos días, me llevé mi café a la que hay junto a la puerta del Willow y allí ya se encontraba un señor aparentemente sexagenario, de melena canosa hasta los hombros y luenga barba también canosa con look desaliñada. Le saludé y tras un cierto silencio, me ofreció un cigarrillo abriendo una pitillera. Se lo agradecí pero le dije que no tenía costumbre de fumar hasta terminar el café. El señor barbudo insistió en que lo tomara y lo guardara para luego. Roto el hielo, le comenté al compañero: “¿Usted se acuerda de donde se ponían antes los obreros el cigarrillo?”. Y uniendo la acción a la palabra, me lo coloqué afincándolo detrás de la oreja derecha. Allí lo retuve hasta que, terminado el café, me dispuse a fumármelo. Miré distraídamente la marca y vi unas letras junto al filtro que no me resultaron conocidas por lo que le pregunté al ya amigo por ellas. Entonces me dijo que era tabaco de liar, que él compraba los canutos ya preparados con su filtro y los rellenaba valiéndose de una maquinita. Por unos instantes, me quedé algo mohíno. Dado el aspecto poco convencional del compañero, pensé en la posibilidad de algún maligno aditivo en la picadura pero disipé la prevención, lo encendí y lo saboreé sin contratiempos.

Y en la conversación de circunstancias, vine al conocimiento de que mi compañero de tabaco era pintor artístico (recalcó lo de  artístico), que vivía en El Palmar pero tenía su estudio en la carretera de Santa Catalina. Desde su domicilio, llegaba hasta El Charco en autobús, se tomaba un café en el Willow y luego cogía el 6 hasta sus pinceles. Y él fue quien hizo la apología de aquella mesa en que nos servíamos y constató que, para estar solo, la terraza era un tanto desangelada. Convine con él en esta apreciación y, por último, le rogué que me permitiera invitarle a su café a lo que me dijo que ya estaba pagado. Con éstas nos despedimos, deseándonos mutuamente un pronto nuevo encuentro.

No es que me desviva por este nuevo encuentro, pero no tengo más remedio que elogiar esta mesa alta con vocación callejera. Trotamundos inamovible a donde vamos a dar los pensativos, los filósofos pedáneos, los artistas domingueros y los admiradores de la cotidianidad callejera para formar academia de los grandes saberes y las grandes incógnitas que no pasan a la historia.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Aquí, Radio Andorra.

Recuerdo bien, pero no perfectamente, la primera vez que me monté en un coche con radio. Ya mi padre me había anunciado esta novedad para un viaje de regreso a Calera desde Cabeza del Buey y yo iba pendiente del artilugio. Para mi desilusión, no sonaban marchas triunfales, ni el parte, ni “En la montaña del Imittos” cuando ocupe un asiento trasero o quizás uno de aquellos curiosos asientos supletorios que se plegaban cuando no se utilizaban. Pero, pasado un tiempo respetuoso, yo le susurré a alguien que por que no sonaba la radio y ese alguien se lo dijo al chófer quien no se mostró entusiasmado con la idea de ponerlo en marcha y adujo algunas excusas que a mi me parecieron desabridas. Pero, como digo, no guardo memoria de detalles tales como si la radio era Motorola o Blaupuntk, cuantos botones tenía, si tuvimos alguna avería por el camino -cosa más que frecuente en la época- y si, al final, llegó a los pasajeros el ruido en mono del altavoz.

Tampoco recuerdo bien si, de hecho, yo llegué a oír Radio Andorra. En todo caso, hubiera sido en aquel aparato de válvulas de vacío y solo cuando la corriente eléctrica llegase al pueblo que eran las menos de las horas. Tenía que estar acoplado, para su correcto funcionamiento, a otro aparato que se encargaba de mantener la tensión a niveles adecuados lo cual se conseguía manipulando unas clavijas y viendo el resultado de la operación en un voltímetro de oscilante aguja. También gozaba de una antena que era un hilo conductor enrollado en espiral y pegado a la pared. Mi padre me hizo ver una vez que, si se desconectaba la antena pero ponías un dedo en el agujero de conexión, la radio se seguía oyendo porque el cuerpo humano actuaba como aquella, recibiendo las ondas de la lejanía. A mi me gustó la cosa y hacía el gesto de vez en cuando en lo que hoy sería considerado como un juego altamente riesgoso. El aparato de radio tenía cuatro grandes botones de bakelita negra y una aguja deslizante que recorría un dial en el que estaban escritos los nombres de la estaciones de los que se me quedó grabado indeleblemente el de Hilversum. No sé si existe realmente esta ciudad pero creo que no o, cómo mucho, será el pueblecito donde nació el fabricante de la radio que quiso así dejar rienda suelta a su nostalgia. Yo también, si hiciera radios, pondría en el dial La Alberca o Calera de León para unas hipotéticas emisoras. El caso es que debería buscar en la Wikipedia si existe Hilversum pero no me apetece y además estos conocimientos deben seguir estando en el aura nubosa del recuerdo infantil.

Exista la tal ciudad o no, lo que digo es que no sé si llegué a oír Radio Andorra. En cambio, me acuerdo de una muletilla: “Emisora de la BBC de Londres radiando para España en onda corta de tales y cuales megaherzios” . Luego venía el noticiario y la voz del spiker se escuchaba distorsionada por lo que no sé si eran ruidos parásitos, propios de las condiciones atmosféricas, o el fenómeno lo provocaba Franco agitando en el aire su bastón de mando. Pero ya no sé lo que contaba aquella voz porque a mi lo único que me interesaba era la presentación inicial y maravillarme de estar oyendo a alguien tan lejano, cómo lejanas eran aquellas estaciones cuyos nombres aparecían en el dial. Por éso mi padre se escandalizaba, en sus últimos años, de oír una emisora sin saber desde donde emitía. Eran ya los tiempos de la FM y se había acabado lo de “Aquí, Radio Intercontinental, Madrid o “Ici, Paris. Ahora ya no sabemos, porque no lo dicen, donde están ubicadas geográficamente, la Kiss FM o Los Cuarenta Principales. Sí he oído fortuitamente a la Cope decir que emite desde el Arco de Santo Domingo. Pero éso no tiene gracia porque hasta ahí llego en cinco minutos de coche e incluso en el bus 6.

Así que, muertos o demenciados aquellos locutores engominados y las locutoras de la permanente, arrumbada irreparablemente Radio Andorra y sin tener nada que decir que no sepamos Radio Pirenaica, mi padre dejó de oír la radio y se refugió en las casettes donde grababa música rudimentariamente. Yo le he imitado y tampoco la oigo. Me aburren desesperadamente los nuevos y jóvenes spikers que siempre se están riendo como tontos o esas chicas parlantes que se hacen las simpáticas y ni el uno ni la otra te dejan oír la copla que, cuando es bonita, interrumpen con sus parloteos. Además, la mayoría de las veces solo seleccionan canciones insulsas de grupos sin fuste ni originalidad. Por éso, cuando me canso de tonterías e insulseces, le disparo al transistor con el Colt que me regaló Buffalo Bill cuando fui a Barcelona a ver su circo. Supongo que a mi padre le hubiera gustado el iTunes o el Spotify y a estas novelerías me acojo ahora. Y así oigo solo la música. Éso sí, me gustaría saber de donde viene y cómo se llama el que se ha encargado de ponerla ahí para que yo me la descargue  aunque, bien mirado, es casi seguro que las canciones vengan de Andorra o, en todo caso, de Hilversum.

domingo, 9 de septiembre de 2012

"...y besarte la noble calavera..."


En uno de los momentos más impresionantes, emotivos y dramáticos de toda la poesía universal, Miguel Hernández dice:

“...quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte
a parte a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte...” 

No parecía F. tan entusiasmada con desentierros y huesos de difuntos cuando, hace pocos días, vino a la consulta a enseñarme una radiografía de sus senos paranasales que yo le había solicitado y realizada, según técnica, en posición naso-mento-placa. Me entregó el sobre grande con un mohín de asco, como quien se desprende de un papel pringoso y repulsivo. “¡Mire, mire éso porque yo, después de verlo, he decidido pedir que me incineren!” . Encendí el negatoscopio, coloqué la radiografía al trasluz y adiviné que aquella calavera, aún recubierta de partes blandas, había provocado el espanto existencial de F. Un hálito de monólogo de Hamlet se adueñó de la habitación y, como el tiempo era inusualmente poco presuroso, la entrevista clínica tomo derroteros de postrimerías. Ante todo, le expuse mi criterio de que no tomara decisiones apresuradas, solo por el impacto emocional de ver sus propios huesos, descarnados de belleza pasajera. Pero fue firme en mantener que la elección estaba ya hecha. Aproveché la coyuntura para comentarle que si no le parecía más práctico donar sus órganos en el caso de que la muerte la alcanzara siendo éstos aprovechables. También rotundamente me dijo que sí pero insistió en que después, lo que quedara de ella, fuera incinerado.

Yo, medio en serio, medio en broma, no dejé de recordarle que todas aquellas palabras dichas ante mí en un estado de lucidez mental y dueña de sus actos, tenían cierto valor de testamento vital y, a colación de ésto, me dijo que ya había hecho testamento legal ante notario. Sin embargo, éste no había consentido en redactar lo que ella exactamente quería. Y así la charla derivó hacía consideraciones tales cómo que, si bien las últimas voluntades deben ser sagradamente respetadas, no se le debían dejar a los sobrevivientes encargos de difícil o pesado desempeño. “Por ejemplo -concreté yo- no es razonable que la mujer le pida al marido o el marido a la mujer que no se vuelva a casar ni a los hijos que lleven luto cinco años”. En este punto, parece que nos alejamos del lúgubre cementerio donde apareció el cráneo traspasado por un clavo desde el occipital a la bóveda del paladar y con unos comentarios más bien jocosos sobre lo mudable del amor, nos despedimos. Ella se llevó su radiografía e ignoro si habrá vuelto a contemplarla y meditarla en plan Magdalena penitente.

Y es que muchas veces, en medio de los momentos bondadosos de la vida, hacemos comentarios e incluso tomamos decisiones, basadas más en una cierta euforia del momento que en el frío horror del final al que siempre vemos en lontananza. Leo, con relativa frecuencia, almibaradas consideraciones sobre los últimos momentos y melifluos comentarios sobre la decrepitud que precede a la muerte. No sé cómo se puede hablar de dignidad ante la mente huida, la boca seca y los labios entreabiertos de imposible sonrisa, los ojos perdidos, las úlceras que te carcomen y la mierda literalmente embarrándote, frágil, endeble, miserable y mortal, acabes en corrupción o acabes en cenizas. Ni que decir tiene que el médico, el personal sanitario y los cuidadores se dignifican atendiendo al hombre enfermo hasta el último momento, con dedicación, profesionalidad, entusiasmo y cariño pero de aquí a pensar que tenga sentido ser carne y huesos sujetos a podredumbre, media un abismo.

De todas formas, sean bienvenidas las imágenes de manos moribundas abrazadas por otras juveniles. Hay cosas que, de no ser por estos paliativos, seríamos incapaces de aceptar. Por éstos y porque, al igual que ocurrió con F., seguimos viendo caras hermosas sobre la calavera de la radiografía. Por éstos y por pensar que siempre será pronto para desconectarme de la cafetera y el cigarrillo. Y, cerrando el paréntesis de la mejor poesía que abría Miguel Hernandez, por que, como tantas veces he dicho, al final queda lo mejor: ser polvo enamorado.

domingo, 2 de septiembre de 2012

El post de la luz eléctrica.


De ésto han pasado ya bastantes años. Coincidí con J.S., paciente mío, en el vestíbulo del aeropuerto de Alicante cuando a mi, con curiosidad pueblerina, todavía me gustaba ir a lugares cosmopolitas. Afortunadamente, ninguno de los dos teníamos que volar. Él había acudido para esperar a un socio (éso, al menos, fue lo que me dijo) que venía de Barcelona. Yo para tomar un café desoficiado viendo el ir y venir de la gente y las simples anécdotas divertidas que suele generar el acúmulo presuroso de seres humanos. Hay que añadir que, en aquel tiempo, la dura lex aún permitía continuar el café con el cigarrillo meditabundo sobre los avatares de la multitud políglota por lo que el tan corto como ocioso viaje merecía la pena. J.S. y yo estuvimos sentados un rato y en distendida conversación pudimos hablar casi de todo haciendo oídos sordos a la megafonía que anunciaba salidas y llegadas que no nos interesaban.

Y en esta conversación, mi paciente se mostró quejoso con sus hijos. Al parecer, no estaban por la labor de estudiar ni de trabajar y se dedicaban a holgazanear o a aventuras de poco fuste y productividad. Abundó en la idea de que no mostraban ningún sentido de responsabilidad o resquemor por el tiempo perdido e ilustró esta actitud con una especie de apólogo que me gusta repetir, como ahora lo repito aquí. Así dijo: “Le dan al botón de la luz, la luz se enciende y dicen ¡qué bien, se ha encendido la luz!, abren el frigorífico, se lo encuentran lleno y dicen ¡qué bien, el frigorífico está lleno!, mueven el grifo, sale agua y dicen ¡qué bien, abro el grifo y sale agua!”. No había, pues, en estos hijos ninguna curiosidad por saber cómo se conseguía el aparente milagro de la luz, el frigorífico y el agua del grifo e ignoraban o les interesaba ignorar que, detrás de los prodigios, había muchas personas y mucho trabajo frecuentemente ingrato, rutinario y mal pagado.

Me quedé en la memoria con el cuento que, andando los años, he singularizado en la luz eléctrica. Realmente es fácil accionar cualquier aparato eléctrico y que éste nos preste servicio y basta con un leve gesto sobre el interruptor para que la estancia se ilumine al instante. Sin embargo, este elogio de la técnica quizás no sea compartido por todos. Los poetas, los enamorados y algún que otro santón pueden disentir. Ya Chamizo, el poeta castúo de Extremadura, nos advierte que la Virgen de la procesión de Guareña posiblemente prefiera las velas a la luz eléctrica:

“ Y pa mí qu’a Ella no debía gustale
la lus elertrina pa que l’alumbrara;
¡la lus elertrina, tan seria, tan fosca,
con sus alambraos y sus maquinarias,
y con sus celipas y con sus tornillos
que d’un gorpe encienden y d’un gorpe apagan!

Y, haciendo un quiebro mental, no hay que dejar de recordar que esa luz eléctrica esta indisolublemente unida a su factura y así nos lo recuerda el viejo chiste:

“Un viejo moribundo está en la cama rodeado de toda su familia y los va llamando con voz trémula ¡Josefa! Si, esposo mío, aquí estoy a tu lado. ¡Juanito! Si, padre, aquí estoy. ¡Pepita! Estoy a tu lado, papá. ¡Manolito! Dime, padre, dime, soy el que te tiene cogida la mano...Y a ésto, el padre moribundo estalla...¡Coño, pues si estáis todos aquí...! ¿qué hace la luz de la cocina encendida?"

Haciendo abstracción de poetas, enamorados en noches de vino y rosas a la luz de las velas, santones antitransformadores y viejos avaros, debemos admirar la comodidad que, para todo, supone disponer de corriente eléctrica. Con ella funcionan innumeros aparatos y todos nos facilitan la vida si bien es cierto que, en bastantes ocasiones, esa facilidad consiste en tener que hacer lo que no hay ninguna necesidad de hacer. De todas formas, sería bueno aprovechar el momento sublime de enchufar la batidora para preparar una mayonesa casera o el cortafiambres que iguala comunalmente las lonchas de mortadela, para entrar en una onda de filantropía universal, lo que precisamente no hacían los hijos de J.S. Yo sí lo hago cuando enciendo el negatoscopio de mi consulta que la providencia del Seguro compró en la "Fundación García Muñoz". Un simple clic torna la pantalla de un blanco opalescente que me permitirá apreciar, por transparencia, las vértebras artrósicas, la costilla fracturada o simplemente el marco colónico con sus haustras repleto de gases. Pero, antes de adentrarse en la ciencia y arte de la imagen, hay otro rápido clic de la inteligencia que me lleva a pensar en aquel obrero que se subió al palo de la luz para tender la catenaria de cables. Y así, hermanados todos en la aureola luminiscente, hay otro clic para protestar por las condiciones de trabajo y el salario mermado y al grano.

Y ahora que la “famélica legión” ha sido arrojada de la cobertura médica es necesario pensar si no será peor que ésto quedarse sin luz eléctrica. Al fin y al cabo, los médicos siempre hemos sido más difíciles de entender y manejar que la bombilla y su interruptor. Pero la enfermedad es mala y nos vuelve flacos. Por éso, aunque J.S. no lo dijo aquella mañana del aeropuerto de Alicante, lo añado yo en su nombre: “¡qué bien! pido cita y me dan cita para el médico”.

domingo, 26 de agosto de 2012

Languidez.

Hay una cierta languidez en la mañana de este último domingo de agosto. Era temprano todavía cuando fui a La Meseguera a tomar café. Me encuentro allí con P. un huertano amateur que me cuenta que, antes de haga más calor, va a ir a regar las alcachofas y abunda en la descripción de cómo las prepara su mujer. Con ésto, me da tiempo a que el café se enfríe lo suficiente para beberlo a pequeños sorbos. Hoy puedo relajarme y tomarlo con tranquilidad al contrario de los días de consulta en los que los traguitos son más atropellados. Sin embargo, ya siento esa especie de languidez de la desidia, del no tener nada imperativo que hacer, sensación que también me acompaña mientras fumo pausadamente el cigarrillo en el parking. Reparo que ya no está el fantástico Jaguar XK que había a mi llegada que no tiene ni punto de comparación con mi coche macarra. Por lo tanto, he debido de coincidir en el bar con su afortunado poseedor. Posiblemente, sea un señor que desayunaba a mi lado y que se llevó, en una bolsa, media docena de magdalenas de la casa.

Voy ahora al cajero automático a ver si me han pagado la nómina. Me pilla de camino a un benemérito estanco que también es kiosco y abre los domingos. Me encuentro con la chica rusa que acude religiosamente todos los días al Centro de Salud a venderme un cupón que nunca me toca. Hoy va como de paseo, con su marido (que es el cuponero titular) y sus dos hijos pequeños. Sin embargo, no por éso deja de llevar las tiras de cupones en la mano y me ofrece uno que le compro "amenazándome" con que me pueden tocar hasta un millón y medio de euros. No me lo creo, pero me guardo cuidadosamente el papelito en el bolsillo de la camisa. Sin embargo, también hay languidez en el gesto, desprovisto de la energía que uso en la puerta de la consulta, con la lista larga de los citados en la mano, para meterlo en el bolsillo de la bata junto a notas manuscritas en P10.

Llego al estanco-kiosco y compro un cartón de cigarrillos Camel, más pequeños que los normales, y el periódico. Éste no para mi sino para mi mujer que los sigue leyendo impenitentemente. De regreso al parking, paso por la iglesia y oigo que los fieles entonan "Cielo y Tierra pasarán, pero tus palabras no pasarán". Hay también languidez en el canto, como si los feligreses no se lo creyeran del todo. Llevo en la bolsa, de plástico blanco, el paradigma de los pasajero y fugaz, los cigarrillos y la letra impresa del periódico. Los cigarrillos siempre termina consumiéndose porque su esencia última es ésa. Pero sé que hay palabras que no pasan nunca, que son eternas como el polvo enamorado. Y siento ahora la languidez de lo endeble, como esta entrada lánguida del último domingo de agosto que he escrito sólo con la aviesa intención de hacer tiempo hasta poder ir a El Esparragal de Ana para tomar otro café.

domingo, 19 de agosto de 2012

Carta abierta al Almax Forte.


Distinguido Almax Forte:

Ayer, mientras tomaba café en La Meseguera, tuve ocasión de verle en la televisión. Aparecía a cara descubierta junto a otros dignos condenados como el Fortasec y el Mucosán y los gacetilleros no tuvieron la delicadeza de pixelar su imagen. Tampoco usted, por ser aparentemente inerme, pudo disimular su porte con una capucha o una chaqueta que hiciera las veces. De todas formas, hubiese sido un intento vano: tan de sobra me es conocido que lo hubiese adivinado a pesar de cualquier estratagema. Sí, distinguido Almax Forte, durante muchos años ha sido mi compañero inseparable. Como médico, he tenido el honor de recetarle supongo que miles de veces. Su inconfundible silueta azulada venía formando parte de los hatillos de cartones que me presentaban los enfermos, todos los cuales se mostraban solícitamente elogiosos con sus virtudes y lo requerían incluso plañideramente. Como usuario, tenía su caja omnipresente en un armario de la cocina. Era digno de admiración con que rigurosa puntualidad tomaba uno de sus sobres en cuanto me levantaba y otro después del aseo que seguía a la siesta. Tal vez fuera el whisky de la noche o el vino de la comida pero aquel estómago mío se despertaba con una inexorable inquietud, un malestar sordo y, a veces, con la inconfundible garra del ardor que atenazaba desde el epigastrio y se irradiaba retroesternalmente hasta la faringe. Pero -tengo que reconocerlo para su mayor honra- muchos días era solo un ritual, una liturgia tan manida como insustituible en la que había que presionar (malaxar es la palabra exacta y así creo que constaba en las instrucciones) el sobre con los dedos varías veces para que el contenido saliese correctamente. Luego abría el envase, echaba la ansiada suspensión en un vaso, añadía agua y agitaba con una cucharilla para conseguir un magnifico cóctel en proporción 2:3. El premio era tomar a sorbitos la mezcla y sentir la delicia calmante bajar por el esófago, abrir delicadamente el cardias espasmodizado y esparcirse generosamente por las anfractuosidades del estómago.

Pero para todos han cambiado los tiempos. Yo dejé de beber whisky en las madrugadas de las cenas bohemias y, por otra parte, descubrí la gaseosa. Fue un amor a primera vista que hizo que, pérfidamente, lo dejase a usted. Las cosas ocurrieron sencillamente. Una tarde de calor de hace ya varios años, se me ocurrió tomarme un vaso de gaseosa bien fría y me di cuenta de que esta sencilla bebida, que no había vuelto a probar desde niño, tenía los mismos beneficiosos efectos que usted. Aquel líquido burbujeante calmaba el estómago y dejaba una agradable sensación de bienestar. Y, si me permite la vulgaridad, un par de oportunos pero comedidos eructos, zanjaban la dispepsia. Así que ahora, con las claras del día o aun todavía de noche y en pijama, recién levantado, me tomo un buen vaso de gaseosa con su liviana espuma proletaria y allí es gloria. El estómago y el reseco de boca quedan calmos y la mente lúcida.

Sin embargo, no por esta mudanza, voy a renegar de usted. Guardo un muy grato recuerdo de nuestra relación y no comprendo como mentes que ostentan el poder pueden considerarlo un medicamento inane. Usted, por derecho propio, no debería salir del Seguro para seguir siendo dignamente recetado y financiado por las que dicen que son exiguas arcas. Pero no sería sincero si no le dijera que le considero un poco pillín, un bon vivant un tanto casquivano, amigo de la buena mesa y de las noches locas y aun perdularias. Porque su mortal enemiga, la pirosis, es mujer de mundo y merodea por restaurantes y tabernas, por chiringuitos y discotecas y acecha tras la opípara cómida, tras el chorizo embaucador, los cubatas repetidos y el whisky de la perdición. Y ¡cómo no! tras el cigarrillo de la nostalgia y los besos furtivos. No hay que ser muy listo para adivinar que usted ha compartido viaje, en los bolsillos de los caballeros, con el preservativo y la crema lubricante. Y, sin duda, ha ocupado puesto en el bolso de las señoras, haciéndose el encontradizo con fetiches y oscuros objetos del placer. Pero, por supuesto, no le voy a pedir que me cuente las entretelas de un bolso de señora porque sería indigno de mi entrar en un mundo hermético y tan lejano como reservado. Basta con que convenga conmigo en que es amigo del pecado, de la contracultura y de la conculcación de las normas.

Yo reconozco mi culpa: hacía de usted un claro representante del uso irracional del medicamento pero en modo alguno me arrepiento de éso porque somos débiles y la carne es flaca. De ahí que le desee larga vida y que siga ocupando un puesto de honor en los anaqueles de las boticas. Bien mirado, quizás salga usted ganando con su exclusión del petitorio. Aunque haya que pagarlo, ahora será de acceso libre y podrán ir a buscarlo sin requisito legal a los tornos noctámbulos de las farmacias de guardia. Hasta es muy probable que aparezca en la televisión, no como le vi ayer, con el oprobio de la condena, sino gloriosamente publicitado entre oropeles y lentejuelas e incluso con una cancioncilla pegadiza como en su día la tuvo el Calmante Vitaminado.

Y ya solo me queda, distinguido y añorado Almax Forte, pedirle que sepa disculpar mi cambio a la gaseosa. Son cosas de la vida que usted, que tanto se ha compenetrado con la intimidad de las personas, sabrá comprender.

Queda de usted afectísimo seguro servidor que estrecha su mano.

Fdo. Manuel Comesaña Izquierdo.

domingo, 5 de agosto de 2012

Diagnóstico diferencial de la voz cazallera.


Durante agosto, me acompañará en la consulta P., una estudiante de medicina, aventajada, inquieta y agraciada. Es tiempo, pues, de renovar conocimientos y de hacer incursiones en los libros del saber y en la información digital de las pantallas luminosas. Un mes veraniego y aun playero pero con tiempo para la aplicación semiológica, la disquisición clínica, los secretos de la farmacología, los avatares del tratamiento y, sobre todo, para el contacto humano, para adentrarse en la relación con esas otras personas que acuden en busca de solución o consejo, para contar, reír o llorar, para enfangarse con los problemas de la cita, con la hora que no llega, con la espera que se prolonga, con la receta que no fue la adecuada.


Y en este batiburrillo, llega N., una chica operada hace unos meses de tiroidectomía total y recientemente cambiada a mi cupo por problemas logísticos. Acude acompañada de su pareja. Ya había observado en ella  bastante aprensión a que las cosas no fueran bien lo que exteriorizaba, entre otros modos, con un exagerado cuidado de la cicatriz del cuello. Tuve que insistirle en que dejase de llevar blusas de cuello alto y en que se quitase definitivamente la tirita con que se protegía innecesariamente la pequeña lesión. Pero ahora viene aquejada de disfonía. Quizás le informaron de este riesgo antes de la operación o se haya informado por su cuenta. El caso es que adivino el miedo a una lesión nerviosa como complicación de la cirugía. La oigo hablar y mantiene unos tonos agudos excelentes. P. y yo le miramos la garganta y fue fácil ver una faringe congestiva e irritada. Le informo de que solo tiene una “vulgar faringitis” que se le pasará en poco tiempo y añado que la posible lesión del nervio recurrente hubiese dejado una voz ronca. Su pareja interviene entonces para apostillar. “Una voz cazallera...”. “Efectivamente: una voz cazallera...” , concluyo yo. Y así nos despedimos aunque no dejé de citarla para dentro de unos días y ver la evolución.
Supe, por intuición de viejo, que P. no había comprendido la última parte, lo de la voz cazallera. Así que, al terminar la consulta, hicimos un repaso académico del nervio laríngeo recurrente, rama del vago o neumogástrico, X par craneal y de cómo éste puede lesionarse durante una tiroidectomía. Luego le pregunté: “¿Sabes lo que es una voz cazallera?” . Ella, como yo esperaba, reconoció que no. Y entonces, también académicamente, le expliqué que Cazalla de la Sierra es un pueblo de la provincia de Sevilla donde hacen ese anís y ese aguardiente que se bebe, como quiere la copla, sobre un “manchado mostrador”, para entrar en calor en las mañanas frías o para encallar el cuerpo en las noches perdularias de postguerra. En resumen, “un cazalla”. La consecuencia de la ingesta excesiva era la afectación de las cuerdas vocales que conlleva la voz ronca, cazallera o aguardentosa.
Luego vinieron las apostillas del maestro, como las que hacía Fray Luis de León en su cátedra de Salamanca. Y la voz aguardentosa, proseguí, es la que quieren obtener los cantaores de flamenco para encontrar el desgarro que ligue con amores trágicos y no correspondidos. Y haciendo el verdadero diagnóstico diferencial, la que también goza Bonnie Tyler después de operarse de pólipos de cuerdas vocales. Como parte práctica, nos fuimos al YouTube para intentar oír unas bulerías de la Fernanda de Utrera pero, posiblemente por lesión irreversible de la tarjeta de sonido, el cante no llegó. Así que, como deberes para este fin de semana, le encomendé a P. que no dejase de oír a la cantaora, o a su hermana Bernarda, cuyos nombres le anoté en un P10, para que gozase de una voz cazallera pero, evidentemente, sin lesión nerviosa.
Porque incuestionablemente, un médico tiene que saber (y padecer) de todo, desde el origen y trayecto de las dos ramas del nervio recurrente hasta la razón última de los amores contrariados que huelen a almendras amargas y el auténtico por qué de una voz cazallera.

domingo, 29 de julio de 2012

Denostación del bocadillo ( y III).


El Diccionario de la Real Academia, con obligado rigor normativo, define varias acepciones de la palabra bocadillo que van desde lo prosaico a lo culto, pasando por lo exótico. Pero, para lo que ahora nos interesa, nos quedamos con la primera de ellas: “Panecillo partido longitudinalmente en dos mitades entre las cuales se colocan alimentos variados”. De algo dogmáticamente conceptuado así ¿qué puede esperarse? Pues éso. Simplemente un pan partido con algo comestible dentro. La docta institución no entra, porque no es de su incumbencia, en que el pan pueda estar duro o los calamares fritos de su interior tan correosos que no pueda hincárseles el diente. De estos detalles tristes y cotidianos nos ocupamos personas más humildes y legas que escribimos, en el tiempo del desoficio, entradas de blog. Y esta última trilogía tenia como título y objetivo denostar al bocadillo pero se han ido entrometiendo los recuerdos y el fin último se nos iba escapando. Llegado el momento de enfrentarnos a él, ésto es, de la denostación, dejemos la mente libre de nostalgias y añoranzas para pensar solo en ese pan partido en dos partes con “algo dentro”.
Vaya por delante que creo que un bocadillo, en el momento oportuno, puede salvarnos la vida. Más aún, he llegado a un estado de gracia que me permite sostener que la única cosa que me compensa de guardar más de cinco minutos de cola es esperar hambriento la ración de alimento aun siendo ésta no más que un bocadillo. Se me encoge el corazón cuando veo en los NoDos televisados las largas filas de desgraciados que aguardan pacientemente su turno para el puñado de comida. Sin ir más lejos, aquí, en la carretera de Santa Catalina, está “Jesús Abandonado”, el asilo de los indigentes. Paso por su puerta con frecuencia y me congratulo de saber que a los acogidos se les da una comida digna y aun amable. Cabe pensar que, en tiempos dramáticos, denostar el bocadillo pueda ser una frivolidad de ahíto que goza de una mesa bien abastada. Pero también es cierto que no es de recibo la disculpa del cocinero que, ante tus protestas por la mala calidad del plato presentado, contesta que “cómo se conoce que no estás hambriento, si lo estuvieras, éso que te he puesto te sabría a gloria”. Burda falacia y estratagema que juega con los sentimientos.

Quedémonos, pues, en el término medio de la vida cotidiana en la que, afortunadamente, nos es dado elegir entre un plato con servilleta, cuchillo y tenedor o un bocadillo. Y sentada esta premisa, no comprendo como nadie, en su sano juicio, pueda pedir un bocadillo o un montadito o un pepito. Es posible que yo nunca haya comido un buen bocadillo. Como los helados que no eran cremosos sino que tenían cristales de hielo insípido o las naranjas que siempre estaban secas y estoposas, los tengo asociados a una infancia de mortadela y dulce membrillo. Los comía porque no vislumbraba que hubiese un más allá. Así cuando era un gran día me ofrecían un bocadillo de jamón serrano. Yo abría el panecillo para verlo y creerlo. Y sí, allí dentro estaba aquella carne lujosa y envidiable. Pero, a la hora de la verdad, el jamón se resistía. Para empezar, siempre se pillaba una dura brezna que se metía entre los dientes incordiando sobremanera y haciendo ya imposible disfrutar del bocadillo. Y cuando se pretendia proseguir, la brezna tiraba del resto de la carne por lo que se venía a la boca toda la loncha de jamón. Se entraba así en una dinámica tan grotesca como peliaguda. El panecillo a un palmo de la boca, la loncha entre ambos extremos, se intentaban dar una dentadas definitivas pero era imposible separar un trozo adecuado de jamón. No habia más remedio que echarle mano a la loncha, convertida en burdo tasajo, y tratar de dar tirones para que los incisivos rasgasen y separasen la carne. A veces se conseguía, pero lo normal era tener que meterse la loncha entera en la boca donde, no lo olvidemos, seguía la brezna incordiando. Había que masticarlo todo junto, atosigado, medio asfixiado y sin poder hablar. Y cuando volvías a abrir el panecillo solo había un yermo de pan grasiento y otra rala loncha de esquina por lo que a la postre había que limitarse a comer la miga tocinosa sin pena ni gloria. Y todo ello, sin haberte podido liberar de la brezna.
Aunque con algunas diferencias, el proceso es similar en los bocadillos de calamares. Los calamares fritos tal y como hoy los conocemos, en aros rebozados, es algo relativamente moderno, asociado al 600 y a la carta de ajuste de la televisión. Plato exquisito en su época y hasta digno de ser servido en banquetes de bodas. Pero a alguien se le ocurrió que podían tomarse en bocadillo y, ni corto ni perezoso, introdujo los aros dorados y harinosos, recién salidos de la fritanga, entre las dos mitades del panecillo. Se tomaba éste, se apretaba con los dedos preparándolo para la dentellada que se ejecutaba con decisión y al retirar las manos de la boca, dos argollas de material gomoso y desnudo se te quedaban entre los dientes. Tampoco aquí había podido cumplirse el objetivo de que los incisivos cortasen limpiamente la pequeña ración. El material calamar había salido limpiamente de su rebozo y no quedaba más remedio que masticarlo desprovisto de gracia. Tras sucesivos intentos iban saliendo los demás aros por lo que al final te encontrabas con un bocadillo de sustancia harinosa y arenosa, hueca por dentro y con resabios de sartén aceitosa.

Así podríamos pasar revista a los 1001 bocadillos existentes, a esos ingenios de desmesurado pan, para llegar a la misma conclusión. Es un invento sumamente frustrante e incómodo de comer solo admisible para exploradores en globo aeróstato porque el movimiento de la barquilla no permite usar platos ni cubiertos. Pero puestos a llegar al fondo, al último y más profundo círculo del Infierno del Dante, hay que destacar como lo peor el bocadillo que, ignorando las normas de la Real Academia Española, no se prepara con un panecillo sino con dos rodajas de pan más o menos grandes. Aquí, además de lo ya señalado, hay que dejar constancia de que la corteza exterior, normalmente dura y áspera, se introduce por detrás de los dientes y lacera el paladar anterior dejándolo irritado y dolorido. Y para hacer justicia, también debe mencionarse que el bocadillo de anchoas es el único que se salva de la quema. Solo hay que abrir la latilla, partir el panecillo de pan blando y no muy grande y, sirviéndose de un palillo, ir depositando las anchoas bien empapadas en aceite. Aquí sí, cada bocado parte perfectamente los filetillos y su parte proporcional de pan obteniendo un resultado muy agradable con recuerdos marineros y de las galernas del Cantábrico. Es  idóneo para entrante de las cenas bohemias, donde la soledad te permite pringarte las manos y las comisuras de los labios.
Por mi parte, que venga enhorabuena el plato aunque sea de Duralex, los cubiertos con mango de plástico y el rollo de papel servilletero. Ahora sí como bien el jamón y los calamares fritos a la romana y la tortilla de patatas y la ternera que se escapó del pepito. Y con acritud y sangre fría denosto el bocadillo como mendrugo y cueva de viandas apócrifas.