domingo, 26 de agosto de 2012

Languidez.

Hay una cierta languidez en la mañana de este último domingo de agosto. Era temprano todavía cuando fui a La Meseguera a tomar café. Me encuentro allí con P. un huertano amateur que me cuenta que, antes de haga más calor, va a ir a regar las alcachofas y abunda en la descripción de cómo las prepara su mujer. Con ésto, me da tiempo a que el café se enfríe lo suficiente para beberlo a pequeños sorbos. Hoy puedo relajarme y tomarlo con tranquilidad al contrario de los días de consulta en los que los traguitos son más atropellados. Sin embargo, ya siento esa especie de languidez de la desidia, del no tener nada imperativo que hacer, sensación que también me acompaña mientras fumo pausadamente el cigarrillo en el parking. Reparo que ya no está el fantástico Jaguar XK que había a mi llegada que no tiene ni punto de comparación con mi coche macarra. Por lo tanto, he debido de coincidir en el bar con su afortunado poseedor. Posiblemente, sea un señor que desayunaba a mi lado y que se llevó, en una bolsa, media docena de magdalenas de la casa.

Voy ahora al cajero automático a ver si me han pagado la nómina. Me pilla de camino a un benemérito estanco que también es kiosco y abre los domingos. Me encuentro con la chica rusa que acude religiosamente todos los días al Centro de Salud a venderme un cupón que nunca me toca. Hoy va como de paseo, con su marido (que es el cuponero titular) y sus dos hijos pequeños. Sin embargo, no por éso deja de llevar las tiras de cupones en la mano y me ofrece uno que le compro "amenazándome" con que me pueden tocar hasta un millón y medio de euros. No me lo creo, pero me guardo cuidadosamente el papelito en el bolsillo de la camisa. Sin embargo, también hay languidez en el gesto, desprovisto de la energía que uso en la puerta de la consulta, con la lista larga de los citados en la mano, para meterlo en el bolsillo de la bata junto a notas manuscritas en P10.

Llego al estanco-kiosco y compro un cartón de cigarrillos Camel, más pequeños que los normales, y el periódico. Éste no para mi sino para mi mujer que los sigue leyendo impenitentemente. De regreso al parking, paso por la iglesia y oigo que los fieles entonan "Cielo y Tierra pasarán, pero tus palabras no pasarán". Hay también languidez en el canto, como si los feligreses no se lo creyeran del todo. Llevo en la bolsa, de plástico blanco, el paradigma de los pasajero y fugaz, los cigarrillos y la letra impresa del periódico. Los cigarrillos siempre termina consumiéndose porque su esencia última es ésa. Pero sé que hay palabras que no pasan nunca, que son eternas como el polvo enamorado. Y siento ahora la languidez de lo endeble, como esta entrada lánguida del último domingo de agosto que he escrito sólo con la aviesa intención de hacer tiempo hasta poder ir a El Esparragal de Ana para tomar otro café.

domingo, 19 de agosto de 2012

Carta abierta al Almax Forte.


Distinguido Almax Forte:

Ayer, mientras tomaba café en La Meseguera, tuve ocasión de verle en la televisión. Aparecía a cara descubierta junto a otros dignos condenados como el Fortasec y el Mucosán y los gacetilleros no tuvieron la delicadeza de pixelar su imagen. Tampoco usted, por ser aparentemente inerme, pudo disimular su porte con una capucha o una chaqueta que hiciera las veces. De todas formas, hubiese sido un intento vano: tan de sobra me es conocido que lo hubiese adivinado a pesar de cualquier estratagema. Sí, distinguido Almax Forte, durante muchos años ha sido mi compañero inseparable. Como médico, he tenido el honor de recetarle supongo que miles de veces. Su inconfundible silueta azulada venía formando parte de los hatillos de cartones que me presentaban los enfermos, todos los cuales se mostraban solícitamente elogiosos con sus virtudes y lo requerían incluso plañideramente. Como usuario, tenía su caja omnipresente en un armario de la cocina. Era digno de admiración con que rigurosa puntualidad tomaba uno de sus sobres en cuanto me levantaba y otro después del aseo que seguía a la siesta. Tal vez fuera el whisky de la noche o el vino de la comida pero aquel estómago mío se despertaba con una inexorable inquietud, un malestar sordo y, a veces, con la inconfundible garra del ardor que atenazaba desde el epigastrio y se irradiaba retroesternalmente hasta la faringe. Pero -tengo que reconocerlo para su mayor honra- muchos días era solo un ritual, una liturgia tan manida como insustituible en la que había que presionar (malaxar es la palabra exacta y así creo que constaba en las instrucciones) el sobre con los dedos varías veces para que el contenido saliese correctamente. Luego abría el envase, echaba la ansiada suspensión en un vaso, añadía agua y agitaba con una cucharilla para conseguir un magnifico cóctel en proporción 2:3. El premio era tomar a sorbitos la mezcla y sentir la delicia calmante bajar por el esófago, abrir delicadamente el cardias espasmodizado y esparcirse generosamente por las anfractuosidades del estómago.

Pero para todos han cambiado los tiempos. Yo dejé de beber whisky en las madrugadas de las cenas bohemias y, por otra parte, descubrí la gaseosa. Fue un amor a primera vista que hizo que, pérfidamente, lo dejase a usted. Las cosas ocurrieron sencillamente. Una tarde de calor de hace ya varios años, se me ocurrió tomarme un vaso de gaseosa bien fría y me di cuenta de que esta sencilla bebida, que no había vuelto a probar desde niño, tenía los mismos beneficiosos efectos que usted. Aquel líquido burbujeante calmaba el estómago y dejaba una agradable sensación de bienestar. Y, si me permite la vulgaridad, un par de oportunos pero comedidos eructos, zanjaban la dispepsia. Así que ahora, con las claras del día o aun todavía de noche y en pijama, recién levantado, me tomo un buen vaso de gaseosa con su liviana espuma proletaria y allí es gloria. El estómago y el reseco de boca quedan calmos y la mente lúcida.

Sin embargo, no por esta mudanza, voy a renegar de usted. Guardo un muy grato recuerdo de nuestra relación y no comprendo como mentes que ostentan el poder pueden considerarlo un medicamento inane. Usted, por derecho propio, no debería salir del Seguro para seguir siendo dignamente recetado y financiado por las que dicen que son exiguas arcas. Pero no sería sincero si no le dijera que le considero un poco pillín, un bon vivant un tanto casquivano, amigo de la buena mesa y de las noches locas y aun perdularias. Porque su mortal enemiga, la pirosis, es mujer de mundo y merodea por restaurantes y tabernas, por chiringuitos y discotecas y acecha tras la opípara cómida, tras el chorizo embaucador, los cubatas repetidos y el whisky de la perdición. Y ¡cómo no! tras el cigarrillo de la nostalgia y los besos furtivos. No hay que ser muy listo para adivinar que usted ha compartido viaje, en los bolsillos de los caballeros, con el preservativo y la crema lubricante. Y, sin duda, ha ocupado puesto en el bolso de las señoras, haciéndose el encontradizo con fetiches y oscuros objetos del placer. Pero, por supuesto, no le voy a pedir que me cuente las entretelas de un bolso de señora porque sería indigno de mi entrar en un mundo hermético y tan lejano como reservado. Basta con que convenga conmigo en que es amigo del pecado, de la contracultura y de la conculcación de las normas.

Yo reconozco mi culpa: hacía de usted un claro representante del uso irracional del medicamento pero en modo alguno me arrepiento de éso porque somos débiles y la carne es flaca. De ahí que le desee larga vida y que siga ocupando un puesto de honor en los anaqueles de las boticas. Bien mirado, quizás salga usted ganando con su exclusión del petitorio. Aunque haya que pagarlo, ahora será de acceso libre y podrán ir a buscarlo sin requisito legal a los tornos noctámbulos de las farmacias de guardia. Hasta es muy probable que aparezca en la televisión, no como le vi ayer, con el oprobio de la condena, sino gloriosamente publicitado entre oropeles y lentejuelas e incluso con una cancioncilla pegadiza como en su día la tuvo el Calmante Vitaminado.

Y ya solo me queda, distinguido y añorado Almax Forte, pedirle que sepa disculpar mi cambio a la gaseosa. Son cosas de la vida que usted, que tanto se ha compenetrado con la intimidad de las personas, sabrá comprender.

Queda de usted afectísimo seguro servidor que estrecha su mano.

Fdo. Manuel Comesaña Izquierdo.

domingo, 5 de agosto de 2012

Diagnóstico diferencial de la voz cazallera.


Durante agosto, me acompañará en la consulta P., una estudiante de medicina, aventajada, inquieta y agraciada. Es tiempo, pues, de renovar conocimientos y de hacer incursiones en los libros del saber y en la información digital de las pantallas luminosas. Un mes veraniego y aun playero pero con tiempo para la aplicación semiológica, la disquisición clínica, los secretos de la farmacología, los avatares del tratamiento y, sobre todo, para el contacto humano, para adentrarse en la relación con esas otras personas que acuden en busca de solución o consejo, para contar, reír o llorar, para enfangarse con los problemas de la cita, con la hora que no llega, con la espera que se prolonga, con la receta que no fue la adecuada.


Y en este batiburrillo, llega N., una chica operada hace unos meses de tiroidectomía total y recientemente cambiada a mi cupo por problemas logísticos. Acude acompañada de su pareja. Ya había observado en ella  bastante aprensión a que las cosas no fueran bien lo que exteriorizaba, entre otros modos, con un exagerado cuidado de la cicatriz del cuello. Tuve que insistirle en que dejase de llevar blusas de cuello alto y en que se quitase definitivamente la tirita con que se protegía innecesariamente la pequeña lesión. Pero ahora viene aquejada de disfonía. Quizás le informaron de este riesgo antes de la operación o se haya informado por su cuenta. El caso es que adivino el miedo a una lesión nerviosa como complicación de la cirugía. La oigo hablar y mantiene unos tonos agudos excelentes. P. y yo le miramos la garganta y fue fácil ver una faringe congestiva e irritada. Le informo de que solo tiene una “vulgar faringitis” que se le pasará en poco tiempo y añado que la posible lesión del nervio recurrente hubiese dejado una voz ronca. Su pareja interviene entonces para apostillar. “Una voz cazallera...”. “Efectivamente: una voz cazallera...” , concluyo yo. Y así nos despedimos aunque no dejé de citarla para dentro de unos días y ver la evolución.
Supe, por intuición de viejo, que P. no había comprendido la última parte, lo de la voz cazallera. Así que, al terminar la consulta, hicimos un repaso académico del nervio laríngeo recurrente, rama del vago o neumogástrico, X par craneal y de cómo éste puede lesionarse durante una tiroidectomía. Luego le pregunté: “¿Sabes lo que es una voz cazallera?” . Ella, como yo esperaba, reconoció que no. Y entonces, también académicamente, le expliqué que Cazalla de la Sierra es un pueblo de la provincia de Sevilla donde hacen ese anís y ese aguardiente que se bebe, como quiere la copla, sobre un “manchado mostrador”, para entrar en calor en las mañanas frías o para encallar el cuerpo en las noches perdularias de postguerra. En resumen, “un cazalla”. La consecuencia de la ingesta excesiva era la afectación de las cuerdas vocales que conlleva la voz ronca, cazallera o aguardentosa.
Luego vinieron las apostillas del maestro, como las que hacía Fray Luis de León en su cátedra de Salamanca. Y la voz aguardentosa, proseguí, es la que quieren obtener los cantaores de flamenco para encontrar el desgarro que ligue con amores trágicos y no correspondidos. Y haciendo el verdadero diagnóstico diferencial, la que también goza Bonnie Tyler después de operarse de pólipos de cuerdas vocales. Como parte práctica, nos fuimos al YouTube para intentar oír unas bulerías de la Fernanda de Utrera pero, posiblemente por lesión irreversible de la tarjeta de sonido, el cante no llegó. Así que, como deberes para este fin de semana, le encomendé a P. que no dejase de oír a la cantaora, o a su hermana Bernarda, cuyos nombres le anoté en un P10, para que gozase de una voz cazallera pero, evidentemente, sin lesión nerviosa.
Porque incuestionablemente, un médico tiene que saber (y padecer) de todo, desde el origen y trayecto de las dos ramas del nervio recurrente hasta la razón última de los amores contrariados que huelen a almendras amargas y el auténtico por qué de una voz cazallera.