domingo, 16 de septiembre de 2012

Aquí, Radio Andorra.

Recuerdo bien, pero no perfectamente, la primera vez que me monté en un coche con radio. Ya mi padre me había anunciado esta novedad para un viaje de regreso a Calera desde Cabeza del Buey y yo iba pendiente del artilugio. Para mi desilusión, no sonaban marchas triunfales, ni el parte, ni “En la montaña del Imittos” cuando ocupe un asiento trasero o quizás uno de aquellos curiosos asientos supletorios que se plegaban cuando no se utilizaban. Pero, pasado un tiempo respetuoso, yo le susurré a alguien que por que no sonaba la radio y ese alguien se lo dijo al chófer quien no se mostró entusiasmado con la idea de ponerlo en marcha y adujo algunas excusas que a mi me parecieron desabridas. Pero, como digo, no guardo memoria de detalles tales como si la radio era Motorola o Blaupuntk, cuantos botones tenía, si tuvimos alguna avería por el camino -cosa más que frecuente en la época- y si, al final, llegó a los pasajeros el ruido en mono del altavoz.

Tampoco recuerdo bien si, de hecho, yo llegué a oír Radio Andorra. En todo caso, hubiera sido en aquel aparato de válvulas de vacío y solo cuando la corriente eléctrica llegase al pueblo que eran las menos de las horas. Tenía que estar acoplado, para su correcto funcionamiento, a otro aparato que se encargaba de mantener la tensión a niveles adecuados lo cual se conseguía manipulando unas clavijas y viendo el resultado de la operación en un voltímetro de oscilante aguja. También gozaba de una antena que era un hilo conductor enrollado en espiral y pegado a la pared. Mi padre me hizo ver una vez que, si se desconectaba la antena pero ponías un dedo en el agujero de conexión, la radio se seguía oyendo porque el cuerpo humano actuaba como aquella, recibiendo las ondas de la lejanía. A mi me gustó la cosa y hacía el gesto de vez en cuando en lo que hoy sería considerado como un juego altamente riesgoso. El aparato de radio tenía cuatro grandes botones de bakelita negra y una aguja deslizante que recorría un dial en el que estaban escritos los nombres de la estaciones de los que se me quedó grabado indeleblemente el de Hilversum. No sé si existe realmente esta ciudad pero creo que no o, cómo mucho, será el pueblecito donde nació el fabricante de la radio que quiso así dejar rienda suelta a su nostalgia. Yo también, si hiciera radios, pondría en el dial La Alberca o Calera de León para unas hipotéticas emisoras. El caso es que debería buscar en la Wikipedia si existe Hilversum pero no me apetece y además estos conocimientos deben seguir estando en el aura nubosa del recuerdo infantil.

Exista la tal ciudad o no, lo que digo es que no sé si llegué a oír Radio Andorra. En cambio, me acuerdo de una muletilla: “Emisora de la BBC de Londres radiando para España en onda corta de tales y cuales megaherzios” . Luego venía el noticiario y la voz del spiker se escuchaba distorsionada por lo que no sé si eran ruidos parásitos, propios de las condiciones atmosféricas, o el fenómeno lo provocaba Franco agitando en el aire su bastón de mando. Pero ya no sé lo que contaba aquella voz porque a mi lo único que me interesaba era la presentación inicial y maravillarme de estar oyendo a alguien tan lejano, cómo lejanas eran aquellas estaciones cuyos nombres aparecían en el dial. Por éso mi padre se escandalizaba, en sus últimos años, de oír una emisora sin saber desde donde emitía. Eran ya los tiempos de la FM y se había acabado lo de “Aquí, Radio Intercontinental, Madrid o “Ici, Paris. Ahora ya no sabemos, porque no lo dicen, donde están ubicadas geográficamente, la Kiss FM o Los Cuarenta Principales. Sí he oído fortuitamente a la Cope decir que emite desde el Arco de Santo Domingo. Pero éso no tiene gracia porque hasta ahí llego en cinco minutos de coche e incluso en el bus 6.

Así que, muertos o demenciados aquellos locutores engominados y las locutoras de la permanente, arrumbada irreparablemente Radio Andorra y sin tener nada que decir que no sepamos Radio Pirenaica, mi padre dejó de oír la radio y se refugió en las casettes donde grababa música rudimentariamente. Yo le he imitado y tampoco la oigo. Me aburren desesperadamente los nuevos y jóvenes spikers que siempre se están riendo como tontos o esas chicas parlantes que se hacen las simpáticas y ni el uno ni la otra te dejan oír la copla que, cuando es bonita, interrumpen con sus parloteos. Además, la mayoría de las veces solo seleccionan canciones insulsas de grupos sin fuste ni originalidad. Por éso, cuando me canso de tonterías e insulseces, le disparo al transistor con el Colt que me regaló Buffalo Bill cuando fui a Barcelona a ver su circo. Supongo que a mi padre le hubiera gustado el iTunes o el Spotify y a estas novelerías me acojo ahora. Y así oigo solo la música. Éso sí, me gustaría saber de donde viene y cómo se llama el que se ha encargado de ponerla ahí para que yo me la descargue  aunque, bien mirado, es casi seguro que las canciones vengan de Andorra o, en todo caso, de Hilversum.

domingo, 9 de septiembre de 2012

"...y besarte la noble calavera..."


En uno de los momentos más impresionantes, emotivos y dramáticos de toda la poesía universal, Miguel Hernández dice:

“...quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte
a parte a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte...” 

No parecía F. tan entusiasmada con desentierros y huesos de difuntos cuando, hace pocos días, vino a la consulta a enseñarme una radiografía de sus senos paranasales que yo le había solicitado y realizada, según técnica, en posición naso-mento-placa. Me entregó el sobre grande con un mohín de asco, como quien se desprende de un papel pringoso y repulsivo. “¡Mire, mire éso porque yo, después de verlo, he decidido pedir que me incineren!” . Encendí el negatoscopio, coloqué la radiografía al trasluz y adiviné que aquella calavera, aún recubierta de partes blandas, había provocado el espanto existencial de F. Un hálito de monólogo de Hamlet se adueñó de la habitación y, como el tiempo era inusualmente poco presuroso, la entrevista clínica tomo derroteros de postrimerías. Ante todo, le expuse mi criterio de que no tomara decisiones apresuradas, solo por el impacto emocional de ver sus propios huesos, descarnados de belleza pasajera. Pero fue firme en mantener que la elección estaba ya hecha. Aproveché la coyuntura para comentarle que si no le parecía más práctico donar sus órganos en el caso de que la muerte la alcanzara siendo éstos aprovechables. También rotundamente me dijo que sí pero insistió en que después, lo que quedara de ella, fuera incinerado.

Yo, medio en serio, medio en broma, no dejé de recordarle que todas aquellas palabras dichas ante mí en un estado de lucidez mental y dueña de sus actos, tenían cierto valor de testamento vital y, a colación de ésto, me dijo que ya había hecho testamento legal ante notario. Sin embargo, éste no había consentido en redactar lo que ella exactamente quería. Y así la charla derivó hacía consideraciones tales cómo que, si bien las últimas voluntades deben ser sagradamente respetadas, no se le debían dejar a los sobrevivientes encargos de difícil o pesado desempeño. “Por ejemplo -concreté yo- no es razonable que la mujer le pida al marido o el marido a la mujer que no se vuelva a casar ni a los hijos que lleven luto cinco años”. En este punto, parece que nos alejamos del lúgubre cementerio donde apareció el cráneo traspasado por un clavo desde el occipital a la bóveda del paladar y con unos comentarios más bien jocosos sobre lo mudable del amor, nos despedimos. Ella se llevó su radiografía e ignoro si habrá vuelto a contemplarla y meditarla en plan Magdalena penitente.

Y es que muchas veces, en medio de los momentos bondadosos de la vida, hacemos comentarios e incluso tomamos decisiones, basadas más en una cierta euforia del momento que en el frío horror del final al que siempre vemos en lontananza. Leo, con relativa frecuencia, almibaradas consideraciones sobre los últimos momentos y melifluos comentarios sobre la decrepitud que precede a la muerte. No sé cómo se puede hablar de dignidad ante la mente huida, la boca seca y los labios entreabiertos de imposible sonrisa, los ojos perdidos, las úlceras que te carcomen y la mierda literalmente embarrándote, frágil, endeble, miserable y mortal, acabes en corrupción o acabes en cenizas. Ni que decir tiene que el médico, el personal sanitario y los cuidadores se dignifican atendiendo al hombre enfermo hasta el último momento, con dedicación, profesionalidad, entusiasmo y cariño pero de aquí a pensar que tenga sentido ser carne y huesos sujetos a podredumbre, media un abismo.

De todas formas, sean bienvenidas las imágenes de manos moribundas abrazadas por otras juveniles. Hay cosas que, de no ser por estos paliativos, seríamos incapaces de aceptar. Por éstos y porque, al igual que ocurrió con F., seguimos viendo caras hermosas sobre la calavera de la radiografía. Por éstos y por pensar que siempre será pronto para desconectarme de la cafetera y el cigarrillo. Y, cerrando el paréntesis de la mejor poesía que abría Miguel Hernandez, por que, como tantas veces he dicho, al final queda lo mejor: ser polvo enamorado.

domingo, 2 de septiembre de 2012

El post de la luz eléctrica.


De ésto han pasado ya bastantes años. Coincidí con J.S., paciente mío, en el vestíbulo del aeropuerto de Alicante cuando a mi, con curiosidad pueblerina, todavía me gustaba ir a lugares cosmopolitas. Afortunadamente, ninguno de los dos teníamos que volar. Él había acudido para esperar a un socio (éso, al menos, fue lo que me dijo) que venía de Barcelona. Yo para tomar un café desoficiado viendo el ir y venir de la gente y las simples anécdotas divertidas que suele generar el acúmulo presuroso de seres humanos. Hay que añadir que, en aquel tiempo, la dura lex aún permitía continuar el café con el cigarrillo meditabundo sobre los avatares de la multitud políglota por lo que el tan corto como ocioso viaje merecía la pena. J.S. y yo estuvimos sentados un rato y en distendida conversación pudimos hablar casi de todo haciendo oídos sordos a la megafonía que anunciaba salidas y llegadas que no nos interesaban.

Y en esta conversación, mi paciente se mostró quejoso con sus hijos. Al parecer, no estaban por la labor de estudiar ni de trabajar y se dedicaban a holgazanear o a aventuras de poco fuste y productividad. Abundó en la idea de que no mostraban ningún sentido de responsabilidad o resquemor por el tiempo perdido e ilustró esta actitud con una especie de apólogo que me gusta repetir, como ahora lo repito aquí. Así dijo: “Le dan al botón de la luz, la luz se enciende y dicen ¡qué bien, se ha encendido la luz!, abren el frigorífico, se lo encuentran lleno y dicen ¡qué bien, el frigorífico está lleno!, mueven el grifo, sale agua y dicen ¡qué bien, abro el grifo y sale agua!”. No había, pues, en estos hijos ninguna curiosidad por saber cómo se conseguía el aparente milagro de la luz, el frigorífico y el agua del grifo e ignoraban o les interesaba ignorar que, detrás de los prodigios, había muchas personas y mucho trabajo frecuentemente ingrato, rutinario y mal pagado.

Me quedé en la memoria con el cuento que, andando los años, he singularizado en la luz eléctrica. Realmente es fácil accionar cualquier aparato eléctrico y que éste nos preste servicio y basta con un leve gesto sobre el interruptor para que la estancia se ilumine al instante. Sin embargo, este elogio de la técnica quizás no sea compartido por todos. Los poetas, los enamorados y algún que otro santón pueden disentir. Ya Chamizo, el poeta castúo de Extremadura, nos advierte que la Virgen de la procesión de Guareña posiblemente prefiera las velas a la luz eléctrica:

“ Y pa mí qu’a Ella no debía gustale
la lus elertrina pa que l’alumbrara;
¡la lus elertrina, tan seria, tan fosca,
con sus alambraos y sus maquinarias,
y con sus celipas y con sus tornillos
que d’un gorpe encienden y d’un gorpe apagan!

Y, haciendo un quiebro mental, no hay que dejar de recordar que esa luz eléctrica esta indisolublemente unida a su factura y así nos lo recuerda el viejo chiste:

“Un viejo moribundo está en la cama rodeado de toda su familia y los va llamando con voz trémula ¡Josefa! Si, esposo mío, aquí estoy a tu lado. ¡Juanito! Si, padre, aquí estoy. ¡Pepita! Estoy a tu lado, papá. ¡Manolito! Dime, padre, dime, soy el que te tiene cogida la mano...Y a ésto, el padre moribundo estalla...¡Coño, pues si estáis todos aquí...! ¿qué hace la luz de la cocina encendida?"

Haciendo abstracción de poetas, enamorados en noches de vino y rosas a la luz de las velas, santones antitransformadores y viejos avaros, debemos admirar la comodidad que, para todo, supone disponer de corriente eléctrica. Con ella funcionan innumeros aparatos y todos nos facilitan la vida si bien es cierto que, en bastantes ocasiones, esa facilidad consiste en tener que hacer lo que no hay ninguna necesidad de hacer. De todas formas, sería bueno aprovechar el momento sublime de enchufar la batidora para preparar una mayonesa casera o el cortafiambres que iguala comunalmente las lonchas de mortadela, para entrar en una onda de filantropía universal, lo que precisamente no hacían los hijos de J.S. Yo sí lo hago cuando enciendo el negatoscopio de mi consulta que la providencia del Seguro compró en la "Fundación García Muñoz". Un simple clic torna la pantalla de un blanco opalescente que me permitirá apreciar, por transparencia, las vértebras artrósicas, la costilla fracturada o simplemente el marco colónico con sus haustras repleto de gases. Pero, antes de adentrarse en la ciencia y arte de la imagen, hay otro rápido clic de la inteligencia que me lleva a pensar en aquel obrero que se subió al palo de la luz para tender la catenaria de cables. Y así, hermanados todos en la aureola luminiscente, hay otro clic para protestar por las condiciones de trabajo y el salario mermado y al grano.

Y ahora que la “famélica legión” ha sido arrojada de la cobertura médica es necesario pensar si no será peor que ésto quedarse sin luz eléctrica. Al fin y al cabo, los médicos siempre hemos sido más difíciles de entender y manejar que la bombilla y su interruptor. Pero la enfermedad es mala y nos vuelve flacos. Por éso, aunque J.S. no lo dijo aquella mañana del aeropuerto de Alicante, lo añado yo en su nombre: “¡qué bien! pido cita y me dan cita para el médico”.